viernes, 23 de julio de 2010

Lienzo.

El final acecha incansable, recostado sobre el frío acero. Las sinuosas curvas que sostienen su peso huyen desde el punto de fuga hasta la luz cegadora del sol, o el misterio de la noche lluviosa. Mira con acritud al abismo que se extiende bajo él, donde se amontonan quince cuerpos que aún no han visto su destino. Tan sólo como se siente un órgano que, habiendo sido creado artificialmente, pertenece a un cuerpo en el que nunca ha estado y que sólo podrá encontrar cuando a éste le sobrevenga el final. Pero ha sido creado para ello y a ello se debe. La espera es eterna, su momento se acerca cuando la cama metálica en la que reposa empieza a temblar levemente.

Se mueve el mundo a través del óculo por el que se vislumbra la realidad: Al otro lado de la calle se encuentra su cuerpo. Desde la oscuridad aún no se ha dado cuenta, pero la dulce caricia de la corredera y el suave golpe del percutor al ser accionado indican que todo está listo. El gatillo chirría levemente durante su paradójico recorrido a la inversa y se produce el sonido ensordecedor que empuja el hierro a través de la lluvia. La precisión es esencial, el chaparrón no restará más que un poco de velocidad y sin embargo ningún músculo humano será capaz de esquivarle. El taimado proyectil recorre la distancia entre su frío lecho y su cálido destino, mira a los ojos de su nuevo hogar antes de provocar el indudable final y, traspasando esa cáscara dura que pretende impedir su catarsis, se aloja entre la materia blanda y caliente que le transporta a su estado original, antes de que lo metieran en el molde y le diesen este último trabajo.

La bala vierte su beso mortal sobre su víctima y derrama la sangre que, como una metáfora, le recuerda al plomo fundido que dejó atrás y, lentamente, cierra los ojos sonriente, contento de haber cumplido su misión.

El final acecha impasible en el fondo del cañón de mi pistola. ¿Dudas? No, esa es su misión.

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