lunes, 2 de septiembre de 2013

Dark Alleys. Part III.

Baños de Multitudes

Están esperando. Puede ver entre bambalinas los focos iluminando el escenario, con los telones guardando celosamente sus identidades. Hay agentes de policía en todo el recinto, correteando, de aquí para allá, organizándolo todo. En sus pálidas, delicadas manos, sostiene una caja, finamente labrada. Contiene el honor para los hombres que permanecen firmes ante el público del salón. Un hombre está dando una charla desde su atril, la reverberación del micrófono impacta en los tímpanos como un chorro de agua salada. Esas pálidas, delicadas manos acarician los tallados florales de la caja, mientras mira distraída como la gente se arremolina en torno a su figura. Uno se encarga de empolvarle la nariz y las mejillas, mientras otro le coloca el cuello de la camisa de un uniforme de gala que odia llevar. En realidad, odia profundamente estar aquí, dándole premios a hombres que se fueron a luchar a una guerra extranjera, dejando de lado su guerra. La Guerra. Pero es ella quien se responsabiliza de estos actos, le guste o no. 

En cosa de un minuto, dos a lo sumo, está radiante. Los labios pintados de carmín brillante, contrastan con sus ojos verde claro, y abre la caja para asegurarse de que todas las medallas están en su sitio. D.Brown. G.Clancy. E.Dallas. M.Porter. Cuatro valientes que recibirán su medalla al valor. ¿Qué hay de especial en ellos? Ella lo sabe. Estuvieron en el Bunker, en Bretaña. Con eso basta, por lo menos para echarles un vistazo. Según los informes, su distinguida actuación permitió a un nutrido número de prisioneros franceses huir de un largo y tortuoso cautiverio. Aunque se habla poco de lo que pasó allí dentro, ella tiene una idea aproximada. Sabe que hay cosas que escapan a la comprensión humana, y sabe que no sólo salieron estos cuatro hombres de allí. En la unidad del comandante Logan, dieciséis hombres entraron en ese bunker, y sólo seis salieron con vida de él. Se sabe poco de qué fue de los otros, no se encontraron sus cadáveres o, si los encontraron, eran imposibles de identificar... Gracias a las chapas de identificación se pudo poner nombre en las tumbas de los fallecidos. Ahora, sólo cuatro de ellos se presentan a recibir su condecoración. 

Una luz parpadea en rojo, es la señal para salir a escena. El hombre que estaba hablando, en impoluto traje de gala se acerca al telón y pronuncia su nombre, creando ese extraño efecto en su oido, que te hace escuchar naturalmente la voz salida de los pulmones de una persona, y a la vez la reverberación producida por los altavoces de un gran salón de actos. Esto hace que se le ericen los pelos de la nuca a la chica. Cuando se da cuenta, todos la están mirando, aguardando que empiece a caminar hacia el púlpito donde le esperan los galardonados. Sus tacones resuenan al golpear el suelo a su paso, y una multitud silenciosa observa su paseo por el escenario. Hay de todo, civiles, soldados, compañeros de los premiados, familiares, familias, personalidades, políticos y criminales, tan mezclados y juntos como si fuera un día normal. Hablando en voz baja como si fuera un día normal. Haciendo negocios como si fuera un día normal.

Le echa un vistazo rápido a los hombres que hoy recibirán la medalla al valor, por sus distinguidos servicios en la Gran Guerra. En ese púlpito solo ve cuatro figuras. Solemnes. El pecho del primer soldado es fuerte y robusto. Un afroamericano de Boston, que la mira como si ya la conociese de antes, con una sonrisa tan blanca que la deslumbra. Sigue siendo humano, sigue estando cuerdo. Es todo lo que le interesa. El "Gracias, señorita" pasa tan desapercibido en la marea de aplausos como el destello verde que emite su mirada al colisionar con los ojos del soldado.

-Enhorabuena, mr. Brown- tanto él como ella saben que esa felicitación no es por la medalla.

El segundo soldado es bajo, fuerte y silencioso. Sus ojos están perdidos más allá de aquella habitación, y un hilillo de baba perla su mejilla cuando la mujer clava la estrella en la solapa de su chaqueta. Con un movimiento rápido y sutil, saca del bolsillo de su chaqueta un pañuelo y limpia el honor del soldado antes de que alguien se de cuenta. Se coloca la falda a la vez, para crear una distracción y se gira hacia la multitud, con una sonrisa encantadora y divertida. La multitud responde con asentimientos y algunas risas, y estalla en un aplauso que borra la comicidad de la escena anterior. No se inmuta, es como si estuviera muerto. Lo han colocado aquí. Durante un instante, parece recuperar su humanidad, e incluso la mira fijamente, pero al instante siguiente vuelve a perder su mirada en algún horizonte lejano, murmullando algo que se pierde en el quedo susurro de sus labios. "G.Clancy" piensa "Este se ha perdido..."

-Señora- una voz cavernosa emerge de las profundidades de la garganta del tercer soldado, que hace un gesto leve, como si se agarrara un sombrero imaginario. Sonríe y expone su solapa, en la que ella clava la condecoración, que brilla como un espejo. El aplauso sumerge las palabras de ella en un mar de palmadas.

-Enhorabuena, mr. Dallas- susurra mirando al hombre a los ojos. Con un miedo irracional que no sentía desde su adolescencia, un miedo que contiene atracción, contiene seguridad. Un irrefrenable sentimiento de inferioridad destella, y ella lo aplaca al instante, recuperando la compostura y emitiendo una leve tos.

-Me siento honrado de volver a verla, señorita Blanchard.- responde él muy correctamente.

"Dos de tres..." piensa. "No ha ido tan mal, la cosa... esta gente es muy fuerte." Mientras sigue caminando en el incipiente silencio que se crea tras un fuerte aplauso, que hace que los oídos se sientan desnudos y desprotegidos, mira al ansioso último soldado que la espera unos metros más allá. Su mirada es feroz. Se mueve como si un titiritero lo estuviera haciendo bailar con suaves movimientos de sus manos. Tiene un tic que le hace cerrar un ojo de vez en cuando, aunque lo más aterrador del hombrecillo no son todas esas rarezas. Su rictus está contraído en una enigmática mueca de diversión, como si todo este circo le pareciera increíblemente divertido. Su uniforme está desaliñado, descolocado por el movimiento. La placa de identificación de su pecho pone su nombre: M. Porter. El hombre ríe cuando ella clava la estrella en su solapa, y la mira con los ojos muy abiertos mientras el público aplaude. Nada nunca la había hecho sentir tan incómoda, así que se aparta y se coloca cerca del estrado donde el hombre terminará de dar su discurso, quizá haciendo que los soldados digan unas palabras. Ella espera que no. 

En un momento dado, se acerca al telón, donde espera uno de sus hombres, trajeado y con sombrero.

-M. Porter ha encontrado a su bestia interior, El Bunker fue demasiado para él.

-¿Qué hacemos, señora?- contesta el hombre, colocándose el nudo de la corbata mientras mira a los lados.

-Fichadlo, lleváoslo al Forum.

-¿Terapia?

-No.

-De acuerdo. ¿Qué hacemos con los otros?

Katharine Blanchard desvia la mirada un segundo de su interlocutor, para observar largamente a los soldados que miran distraídamente a la multitud, ni siquiera con orgullo. Se toca la sien con las yemas de los dedos, haciendo círculos pequeños.

-Vigiladlos.

viernes, 12 de julio de 2013

Dark Alleys. Part II - Eric Dallas

Eric Dallas

Nunca fui del tipo amable. No, y tampoco del reflexivo. Crecí en un ambiente difícil. En los aldeaños del Boston de mi niñez, las cosas no eran fáciles. Ponte en mi piel. Tu padre sería un estibador, cansado de vivir. ¿Por qué? Un inmigrante, Irlandés, recién llegado y lleno de ilusión que se topa con un mundo diferente al que pensaba. De repente, llega a América y no basta sólo con tener ilusión, también hace falta tener seso... y huevos. Todas esas cosas le faltan a ese pobre chico, así que se mete a trabajar en un muelle de carga, porque su espalda es fuerte, y aunque presencia algunos motines por parte de los sindicatos, no se mete porque es un tipo simplón y pacífico.

Los días pasan, los meses y los años también, y el chico no se siente del todo en su sitio, pero su conformismo, de momento, le permite vivir en paz. Un día, conoce a una chica no mucho más inteligente que él en una cantina, a la salida de la jornada, una camarera encantadora y jovencísima, llamada Molly, o Sally, que le hace volver a sentirse un hombre.

Eso dura poco, porque en la cama no es difícil sentirse un hombre si te funciona todo bien. Lo difícil es sentirte un hombre cuando esa chica acaba metiéndose de lleno en tu vida, y no solo en tus sábanas. A ella le da igual, porque lo quiere con locura, pero en él empieza a crecer la semilla del peor cáncer para el cerebro de un hombre: La frustración. Molly, o Sally, intenta darle a entender que todo es perfecto, aunque ella gane un poco más de dinero que él, irían tirando, no habría problema. Él no está muy convencido pero apechuga, y sigue trabajando en el mismo sitio, demasiado pusilánime para intentar buscar algún trabajo mejor. Así que todo va bien hasta que un buen día, Sally - o Molly - se queda embarazada y todo es felicidad, porque por fin Sally y el hombre frustrado han creado algo positivo que dar al mundo. Han encontrado el amor y ha dado su fruto.

Pero para un hombre así, la frustración no desaparece con el amor, y busca soluciones. Soluciones que no encuentra en los fondos de todas esas botellas de cerveza, el único lugar donde se le ocurre buscar dada su falta de iniciativa. La maldita impotencia no es buena compañera del alcohol, y mucho menos de la borrachera de un hombre frustrado. Así que empiezan las discursiones a viva voz. El hombre intenta alcanzar la razón hundiendo la moral de Sally, y ella, que aún es joven, no da su brazo a torcer. Pero, poco a poco, todos los insultos, todas las descalificaciones, las humillaciones y las burlas hacen mella en la mente de cualquiera, y Molly se va volviendo cada vez más dócil, porque quiere a su marido, y porque va a tener a su hijo.

Con el tiempo, las discusiones no son suficientes para el hombre frustrado, no, así que decide dar un paso más y aleccionar a su mujer a golpes de vez en cuando. ¿Por qué no? Ya no está embarazada a fin de cuentas. Eso le enseñará. Ella ha llegado a ese punto. Le quiere tanto que piensa que merece lo que recibe, y aguanta con tesón los golpes que la van conduciendo a su destrucción. Obviamente, esto no pasa en una sola noche. Y obviamente, la golpeada no es sólo la estoica Sally, que sería en este caso tu madre, sino que tú recibes lo que eres capaz de aguantar para que ella no se lleve todo el peso de la maldita frustración.

Pasa durante meses y durante años, hasta que finalmente, el golpe que acaba con la vida de esa mujer no es ni más, ni menos que el último.

El golpe no sólo acaba con la vida de esa mujer, acaba con el amor de un corazón lleno de bondad. Acaba con tu cordura, y acaba con tu miedo. Acaba con una botella de cristal ensangrentada en tu mano, mi mano. Con un charco carmesí drenándose en las grietas del suelo de madera carcomida de un destartalado piso de los suburbios de Boston. Acaba con las vidas de tus dos padres en la misma noche, y con tus aceleradas zancadas bajando por la avenida hasta donde quiera que puedas esconderte.

Recuerdo más bien poco de aquellos años. No fui un chico abandonado y vagabundo, durante unos días, viví en la calle hasta que la policía me encontró acurrucado entre un par de mantas robadas, al amparo de algún callejón y cubierto de nieve. Nadie me acusó de nada, en ese tiempo, a eso lo llamabamos "Justicia Poética" y, aunque la gente y la policía, por supuesto, entendieron que yo había acuchillado a ese indeseable en el cuello, se sabía igualmente que Eli O'Donell era un maltratador consumado, y se sabía que había matado a su mujer de una paliza. Me fui a vivir con una hermana de mi padre, que se había casado con un abogado llamado Hurley. Hurley y Ellen Dallas, mis verdaderos padres. Así que adopté su apellido, mejor que no llevar ninguno.

Quizá por eso me hice policía. Me sorprendió el trato, el sentido de la justicia de esos hombres. Para mi eran gigantes, héroes que se encargaban de hacer el bien y de proteger a la gente. Cuán iluso era, y me di cuenta bien pronto. Los primeros años, fueron por entero esa lavada de cerebro a la que te acostumbran. << Proteger y Servir >> te dicen en la academia. Sales a la calle, atrapas a un par de ladronzuelos y te condecoran, te dan una palmadita en la espalda y te sonríen << Necesitamos a más tipos como tú en el cuerpo >> y tú, henchido de orgullo luces los colores.

Entonces te ascienden, y empiezas a darte cuenta de las cosas, porque con el tiempo entiendes cómo funcionan las cosas. Y te tienes que adaptar a esa mierda. Tú no quieres, pero tienes que hacerlo porque así funcionan las cosas. Ves como pasa dinero por las manos de algunos peces gordos, ves como ese dinero va a parar a manos de tu superior, y éste hace la vista gorda. Tú abres la boca la primera vez, si eres valiente, -y yo lo era, y mucho- una segunda, e incluso una tercera. << Relájate, chico, no lo entenderías >> Tú no te relajas y, por descontado, no lo entiendes, porque sigues viendo como esas cosas pasan, pero al final, como en tantas otras cosas, te acabas habituando, o eso dicen, porque a medida que se te hinchan las pelotas, y teniendo en cuenta las veces que esa gente pasa por alto los crímenes de otros, empiezas a pensar que estabas mejor atrapando ladronzuelos en los barrios del extrarradio que formando parte de la maldita maquinaria criminal de un puto Boston podrido que no conocías hasta ahora.

Así que, en un alarde de honestidad, o de falta de inteligencia, haces algo al respecto, y acabas disparándole a muchas personas. Muchas. Entre ellas, algunos representantes de la ley, otros, contrabandistas o asesinos. Todos criminales. Con uno o dos balazos nuevos en tu cuerpo, te condecoran con la medalla al mérito, te sonríen, te adulan. Te aclaman y, cuando piensas que te respetan, se acercan a tí y te sugieren que te retires. Entonces te das cuenta. Los que iban detrás de esos a los que has machacado son sus sucesores, y no quieren a alguien que les jorobe el negocio. Ese soy yo, así que me quieren quitar del medio.

Esque así funcionan las cosas, Dallas. Un buen amigo tuyo te lo dice también << Retírate, Eric, o esos cabrones irán a por tí >> Te dice << Solo te vas a poner de mierda hasta el cuello >> Pero tú te niegas. Sabes que puedes hacer algo para cambiar las cosas.

Cuando te das cuenta, tu buen amigo Ripley está acribillado a balazos en su cama, junto a su mujer y sus cuatro hijos. Tú estás en un barco de camino a la Gran Guerra, tragándote toda esa culpabilidad y diciéndote a ti mismo que mejor ir a europa a por el Káiser que liarte a tiros con la mayor parte de las altas esferas de tu ciudad.

Malditos hijos de puta.

miércoles, 5 de junio de 2013

Dark Alleys. Part I - Dee Brown.

Dee Brown

No hace falta medio cerebro sano para sobrevivir en la calle. Lo aprendí antes incluso de que me arrastraran junto a la multitud de jóvenes engañados a la gran guerra. La calle es simple. Eres listo, sobrevives. No hace falta ser rápido, ni saber pelear, aunque nunca te viene mal saber encajar un derechazo y tener algo con lo que responder. Pero si eres listo... ni siquiera te hace falta despellejarte los nudillos.

Aún así, no estoy acostumbrado a este clima. Las frías calles de Boston siempre fueron mi hogar. Un bidón donde calentarse, una casa abandonada donde guarecerse... aquí es diferente. New Orleans es un hervidero, un auténtico paraíso del sin techo. Nunca había visto tantos vagabundos y de tan distintas clases. Yo lo elegí, decidí vivir al margen de la maldita sociedad, y que me lavaran el cerebro para ir a Europa a liarme a tiros con unos capullos que no tenían nada que ver conmigo, solo me convenció más de estar en lo cierto.

No recuerdo mucho acerca de esa época, y la verdad, prefiero no recordarla. Hice algunos amigos, rebané un par de cuellos y sí, no me siento orgulloso, pero tampoco culpable. La guerra es la guerra. En la cuenta general, perdí más amigos que gaznates abrí, así que estoy en paz con todo ese asunto.

Lo cierto es que las cosas más extrañas empezaron a sucederme desde el instante en que el Tío Sam volvió a ofrecerme su abrazo. De hecho, esa es la razón por la que abandoné las sencillas e inocuas calles de Boston y me aventuré hacia el lejano Sur de los Estados Unidos.

Toda historia tiene una razón, y la mía tenía nombre, apellidos, un bonito y prieto trasero y algún extraño misterio en una mirada de color tan verde que haría que San Patricio renunciase a sus votos y se diera al alcohol... no sé si me entendéis.

La vi por primera vez mientras mis pasos resonaban en la madera del puerto. Yo llevaba puesto el uniforme con el que me había licenciado y traía un brazo en cabestrillo, aún recuperándose. Pasó junto a mi, tan rápido que solo pude olerla, y ver la estela verde que su vestido dejaba en el aire. Y, demonios, olía bien aquella chica. No era perfume, era de alguna manera su olor natural. Se golpeó con mi brazo y se giró quedamente para pedirme perdón, con una sonrisa que le arrebataría el aliento a un soldado, y de hecho lo hizo. Fruncí el ceño, me giré y seguí caminando.

En aquél momento, mi cabeza no estaba del todo en aquél sitio, andaba algo preocupado porque, un año atrás, había abandonado Boston precipitadamente. Quizá no me alisté tanto porque me lavaran el cerebro sino por necesidad... Quizá por dinero o, mejor dicho, por falta de él. 

No es que tuviera mucho que perder... familia, no tenía, ni patrimonio. No tenía padres, ni tíos, lo más parecido a alguien que se ocupase de mi que había tenido en mi vida fue la hermana Mayhem, y su Dios sabe que huí de aquél orfanato en cuanto tuve uso de razón. Desde entonces y, como he dicho, la calle. La vida no era fácil para un chico afroamericano en la Boston de aquella época, pero qué demonios, nunca se me dio mal desenvolverme en aquél ambiente.

Quiza sea más claro si empezamos por el principio. Por aquellos tiempos, sólo tenía un amigo de confianza, un peludo gruñón, viejo y malcarado, con una cicatriz en un ojo y con media oreja arrancada vaya usted a saber cuándo. Yo le llamaba Perro. A él eso le bastaba, mientras compartiese mi comida con él. 

Perro era un buen chico. Lo encontré cerca de la vía de tren que conducía al sur donde, eventualmente, me volvería encontrar unos años después, decidido a viajar a New Orleans. El pastor alemán estaba medio muerto, tenía el pelo pegajoso de grasa y algunas heridas bastante feas en las patas. No me avergüenzo de decirlo: Me dio pena, así que lo acogí y me lo llevé a mi refugio, quería que por lo menos muriese en compañía. En ese proceso me mordió, me arañó y me gruñó, aunque eso no fue nada comparado con cómo me trataban en el Orfanato, así que aguanté el chaparrón y curé a ese maldito perro. Eso me enseñó una valiosa lección para la vida: Si quieres que un perro vagabundo te siga a todas partes y no te deje en paz: Sácalo de la vía del tren y sálvalo de una muerte segura.

Por aquél entonces jugábamos con fuego, los chicos del Common... Nos reuníamos en el parque y solíamos planear algún que otro golpe, aquí y allá. A mi me conocían como Dee, o como "El del perro". Me hice con un asociado en esa época. Los chicos listos nos movíamos entre algunos clubs "de prestigio". Cualquier club en el que dejasen entrar a un chico negro de 17 años era un club de prestigio para nosotros y, creedme, no eran locales de lujo con música en vivo. Eran antros de mala muerte donde se jugaba y se apostaba duro y que me parta un rayo si miento, nosotros apostábamos más duro.

Un servidor y el joven Freeman. Esa era la pareja de moda en todas las mesas de póker de los locales que controlaba "King" Solomon en aquellos tiempos. Habíamos hecho algunos trabajos para los judíos, les ofrecíamos "Rutas Seguras" para sus asuntos y ellos nos dejaban en paz, incluso nos respetaban, de vez en cuando. Aprovechábamos entre trabajo y trabajo para ganar algunos cientos engañando a los primos que bajaban de sus mansiones en el barrio rico para perder dinero en antros como el Burlesque, el Clams o algún otro agujero infernal sin nombre. Ese dinero que acababa en nuestros bolsillos.

Suena a cliché ¿verdad? Dos chicos negros en la cima del Boston 1918. Pues bien, no eramos los reyes del mundo, y eso lo descubrimos bien pronto. De la Noche, solo puedo decir que, aunque suene de nuevo a cliché, todo pasó muy rápido. Lo único que recuerdo es un brillo metálico en la mano de un judío que jugaba frente a mi. Los rostros airados de los otros jugadores mirándonos, rojos de rabia. Un ruido atronador que, inútilmente intenté parar con mis manos. Mi corazón latiéndome en las malditas sienes. Los sesos del joven Freeman salpicándome la ropa...

Recuerdo levantar la mesa y tirársela encima a esos hijos puta ricachones y salir corriendo, a empujones, del local. La cosa se había puesto fea, quizá nos habían pillado haciendo trampas. Tenía que pasar, pero son detalles. Detalles que acabaron con la vida de un buen compañero de juego. 

Aquella noche vagué dejando huellas en la nieve sin un dólar en los bolsillos. Me hice todo tipo de preguntas. Qué iba a ser de mi ahora, ¿Me buscarían? ¿Necesitaba cambiar de aires, quizá? ¿Dónde diablos estaba ese maldito perro cuando le necesitaba? Con los labios azules y tiritando, recorrí los callejones de la vieja Boston, preguntándome si al joven Freeman le habría dado tiempo a pensar en la muerte antes de que le volasen la tapa de los sesos. También tuve tiempo de reflexionar en lo poco que me había afectado su muerte, aunque lo achaqué a la brutal euforia que siente uno cuando, estando a punto de morir, salva la vida. Me había sentido así una o dos veces antes, pero en ninguna de ellas tan claramente como en esta. Seguí vagando y, cuando amanecía, junto al pescadero que colocaba su tenderete los sábados en el  gran mercado del puerto, vi la clave de mi salvación.

Me alisté en el ejército. Había guerra en Europa.

viernes, 22 de marzo de 2013

The Sagas. Amanda II

Recosté a esa diosa griega en mi desvencijado sofá. Para este tipo de ocasiones acostumbraba a recoger un poco el trastero oscuro al que osaba llamar piso, pero incluso cuando no esperaba volver con una chica a casa, lo esperaba más que ésta vez. No solía encontrarme con un secuestro al anochecer en los muelles. Y menos mal, esa tía iba a traerme problemas. Desde que le había quitado el esparadrapo que le cubría la boca, no había dicho ni una palabra, se había dormido en mi hombro, tiritando, de camino al barrio. Por mi parte, tenía toda la ropa empapada de sudor y necesitaba una ducha. La miré directamente a los ojos, entre ceja y ceja, como me había enseñado mi padre años atrás. De las pocas cosas útiles que saqué en claro de ese hijo de la gran puta.

-Estás en tu casa... ¿Me oyes? - Sus ojos verdes me miraron de vuelta no sin algo de fiereza, pero asintió esquivando mi mirada rápidamente y dirigiéndola al suelo. - Muy bien, -señalé en dirección al arco que conducía a otra habitación - allí está la cocina, siéntete libre de coger lo que sea...

Me dirigí yo mismo hacia allí y escondí todos los cuchillos que pude encontrar, no sería la primera vez que una zorra desequilibrada intenta apuñalarme con mi propia cubertería. Una vez sí, dos nunca.

Corrí las cortinas que cubrían los cuadros que guardaba en el "desván", que entrecomillo porque no era sino una parte de la casa separada de la otra con una cortina de color ocre. Cerca de las columnas, la pintura verde estaba desconchándose, y me prometí como siempre que el próximo fin de semana lo arreglaría. No era verdad, no había que ser un lumbrera para saberlo. Le eché una última mirada a la chica antes de entrar en el cuarto de baño. Su melena le tapaba la cara, repiqueteaba nerviosamente con los talones en el suelo. Jugueteaba distraídamente con las uñas entre sus delicadas y pálidas manos la última vez que la vi.

***

<< Debo salir de aquí. No podría estarle más agradecido a ese chico... pero no puedo quedarme. ¿Debería avisar a la policía? No... Ellos deben estar metidos en esto y... Oh, Dios, mi padre. ¿Estará él bien? Claro, Am, papá sabe lidiar con esto... >>

Se levantó lentamente del sillón, aún tenía el frío incrustado en los huesos. No recordaba cuánto tiempo había estado en ese incómodo asiento de atrás. Sólo sentía un tremendo dolor en la espalda y las articulaciones de las manos y los pies. Dio un repaso al mugriento piso del joven. No había visto nunca tantos trastos juntos. << Este debe ser eso que dicen de llevarse la casa a cuestas >> Se acercó a las ventanas, en cuyos cristales se aglomeraban las gotas de lluvia, creando regueros hasta el marco cuando el agua las cargaba lo suficiente. Desde allí solo se veían los tejados de la Vieja Ciudad. Los suburbios, el peligroso Vertedero. Las venas más alejadas del corazón de La Ciudad. Tan alejadas que resultaba irónico que la sangre corriera por aquí tres veces más que en el centro. Pero de eso estaban manchadas estas calles. La masa gris y negra de los edificios la distrajo un momento, y finalmente volvió a la realidad. Su estómago emitió un ruido sordo, que condujo sus piernas directamente hacia la cocina. 

Abrió la nevera y, como sospechaba, no había mucho que ver. Un yogur, Una coca cola en la puerta y algunos tuppers con comida envasada que no tenía tiempo de hacer ahora, así que se decidió por el yogur. Mientras lo comía, se vio reflejada en uno de esos cuadros que tienen todas las cocinas antiguas colgados en su pared, con una marca de cerveza encima de un espejo. Tenía el cabello enredado y pegado a la cara, empapado de agua, sudor y sangre. La pintura de los ojos se le había corrido y la llevaba esparcida por las mejillas. Tenía un corte muy hinchado en el labio superior y, de pronto, le entraron ganas de llorar. Se las aguantó como pudo y siguió adelante apartando la mirada del pseudo-espejo.

Toda la parte derecha de la cocina estaba cubierta por una cortina color amarillo melocotón, que deslizó un poco para curiosear lo que había detrás. Sus ojos se abrieron. No sabría decirte, lector, si esa mueca era terror o era asombro.

El yogur, con un ruido metálico de la cuchara, cayó al suelo, derramando su contenido por las baldosas. Se escuchó un sollozo, unos rápidos pasos y un portazo.

Así pasan las cosas en La Ciudad. Sin previo aviso.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Los Muchachos de Jimmy

Los muchachos de Jimmy tenían algún tipo de fijación con esos cabrones. Intentaba no hacer demasiadas preguntas, ni siquiera husmear un mínimo, ese tipo de cosas suelen acabar matándote en los sitios en los que suelo moverme. Sólo eres un puto espectador más, te sientas en tu butaca de terciopelo en primera línea y, mientras te abres una bolsa de chips, esperas enterarte de todo lo que va a pasar. Así son las ejecuciones en casa de Jimmy. Sin preguntas.


Últimamente habían dado algún que otro golpe esos chicos. Nuevos en la ciudad, según decían las malas lenguas. Mal hecho. Nadie mueve un dedo en esta ciudad sin pedirle permiso al bueno de Jimmy. Es una putada, pero cuando alguien como él controla, lo único que puedes hacer es cerrar el puto pico y acatar las normas... sino, eres hombre muerto, ¿Sabes a qué me refiero?.

Cuando las cuchilladas están a la orden del día y robar tiendas se convierte en robar bancos, entonces es cuando se enteran los muchachos. Así llamamos a los hombres de Jimmy, ellos son sus brazos y sus ojos. ¿Quién sino? La burocracia es cosa del gobierno. Unos silenciadores, un maletero espacioso, un par de buenas alfombras y cuatro pesos de 80 KG. En esta apestosa ciudad el puerto está plagado de arrecifes y no son precisamente de maldito coral...