viernes, 22 de marzo de 2013

The Sagas. Amanda II

Recosté a esa diosa griega en mi desvencijado sofá. Para este tipo de ocasiones acostumbraba a recoger un poco el trastero oscuro al que osaba llamar piso, pero incluso cuando no esperaba volver con una chica a casa, lo esperaba más que ésta vez. No solía encontrarme con un secuestro al anochecer en los muelles. Y menos mal, esa tía iba a traerme problemas. Desde que le había quitado el esparadrapo que le cubría la boca, no había dicho ni una palabra, se había dormido en mi hombro, tiritando, de camino al barrio. Por mi parte, tenía toda la ropa empapada de sudor y necesitaba una ducha. La miré directamente a los ojos, entre ceja y ceja, como me había enseñado mi padre años atrás. De las pocas cosas útiles que saqué en claro de ese hijo de la gran puta.

-Estás en tu casa... ¿Me oyes? - Sus ojos verdes me miraron de vuelta no sin algo de fiereza, pero asintió esquivando mi mirada rápidamente y dirigiéndola al suelo. - Muy bien, -señalé en dirección al arco que conducía a otra habitación - allí está la cocina, siéntete libre de coger lo que sea...

Me dirigí yo mismo hacia allí y escondí todos los cuchillos que pude encontrar, no sería la primera vez que una zorra desequilibrada intenta apuñalarme con mi propia cubertería. Una vez sí, dos nunca.

Corrí las cortinas que cubrían los cuadros que guardaba en el "desván", que entrecomillo porque no era sino una parte de la casa separada de la otra con una cortina de color ocre. Cerca de las columnas, la pintura verde estaba desconchándose, y me prometí como siempre que el próximo fin de semana lo arreglaría. No era verdad, no había que ser un lumbrera para saberlo. Le eché una última mirada a la chica antes de entrar en el cuarto de baño. Su melena le tapaba la cara, repiqueteaba nerviosamente con los talones en el suelo. Jugueteaba distraídamente con las uñas entre sus delicadas y pálidas manos la última vez que la vi.

***

<< Debo salir de aquí. No podría estarle más agradecido a ese chico... pero no puedo quedarme. ¿Debería avisar a la policía? No... Ellos deben estar metidos en esto y... Oh, Dios, mi padre. ¿Estará él bien? Claro, Am, papá sabe lidiar con esto... >>

Se levantó lentamente del sillón, aún tenía el frío incrustado en los huesos. No recordaba cuánto tiempo había estado en ese incómodo asiento de atrás. Sólo sentía un tremendo dolor en la espalda y las articulaciones de las manos y los pies. Dio un repaso al mugriento piso del joven. No había visto nunca tantos trastos juntos. << Este debe ser eso que dicen de llevarse la casa a cuestas >> Se acercó a las ventanas, en cuyos cristales se aglomeraban las gotas de lluvia, creando regueros hasta el marco cuando el agua las cargaba lo suficiente. Desde allí solo se veían los tejados de la Vieja Ciudad. Los suburbios, el peligroso Vertedero. Las venas más alejadas del corazón de La Ciudad. Tan alejadas que resultaba irónico que la sangre corriera por aquí tres veces más que en el centro. Pero de eso estaban manchadas estas calles. La masa gris y negra de los edificios la distrajo un momento, y finalmente volvió a la realidad. Su estómago emitió un ruido sordo, que condujo sus piernas directamente hacia la cocina. 

Abrió la nevera y, como sospechaba, no había mucho que ver. Un yogur, Una coca cola en la puerta y algunos tuppers con comida envasada que no tenía tiempo de hacer ahora, así que se decidió por el yogur. Mientras lo comía, se vio reflejada en uno de esos cuadros que tienen todas las cocinas antiguas colgados en su pared, con una marca de cerveza encima de un espejo. Tenía el cabello enredado y pegado a la cara, empapado de agua, sudor y sangre. La pintura de los ojos se le había corrido y la llevaba esparcida por las mejillas. Tenía un corte muy hinchado en el labio superior y, de pronto, le entraron ganas de llorar. Se las aguantó como pudo y siguió adelante apartando la mirada del pseudo-espejo.

Toda la parte derecha de la cocina estaba cubierta por una cortina color amarillo melocotón, que deslizó un poco para curiosear lo que había detrás. Sus ojos se abrieron. No sabría decirte, lector, si esa mueca era terror o era asombro.

El yogur, con un ruido metálico de la cuchara, cayó al suelo, derramando su contenido por las baldosas. Se escuchó un sollozo, unos rápidos pasos y un portazo.

Así pasan las cosas en La Ciudad. Sin previo aviso.