miércoles, 5 de junio de 2013

Dark Alleys. Part I - Dee Brown.

Dee Brown

No hace falta medio cerebro sano para sobrevivir en la calle. Lo aprendí antes incluso de que me arrastraran junto a la multitud de jóvenes engañados a la gran guerra. La calle es simple. Eres listo, sobrevives. No hace falta ser rápido, ni saber pelear, aunque nunca te viene mal saber encajar un derechazo y tener algo con lo que responder. Pero si eres listo... ni siquiera te hace falta despellejarte los nudillos.

Aún así, no estoy acostumbrado a este clima. Las frías calles de Boston siempre fueron mi hogar. Un bidón donde calentarse, una casa abandonada donde guarecerse... aquí es diferente. New Orleans es un hervidero, un auténtico paraíso del sin techo. Nunca había visto tantos vagabundos y de tan distintas clases. Yo lo elegí, decidí vivir al margen de la maldita sociedad, y que me lavaran el cerebro para ir a Europa a liarme a tiros con unos capullos que no tenían nada que ver conmigo, solo me convenció más de estar en lo cierto.

No recuerdo mucho acerca de esa época, y la verdad, prefiero no recordarla. Hice algunos amigos, rebané un par de cuellos y sí, no me siento orgulloso, pero tampoco culpable. La guerra es la guerra. En la cuenta general, perdí más amigos que gaznates abrí, así que estoy en paz con todo ese asunto.

Lo cierto es que las cosas más extrañas empezaron a sucederme desde el instante en que el Tío Sam volvió a ofrecerme su abrazo. De hecho, esa es la razón por la que abandoné las sencillas e inocuas calles de Boston y me aventuré hacia el lejano Sur de los Estados Unidos.

Toda historia tiene una razón, y la mía tenía nombre, apellidos, un bonito y prieto trasero y algún extraño misterio en una mirada de color tan verde que haría que San Patricio renunciase a sus votos y se diera al alcohol... no sé si me entendéis.

La vi por primera vez mientras mis pasos resonaban en la madera del puerto. Yo llevaba puesto el uniforme con el que me había licenciado y traía un brazo en cabestrillo, aún recuperándose. Pasó junto a mi, tan rápido que solo pude olerla, y ver la estela verde que su vestido dejaba en el aire. Y, demonios, olía bien aquella chica. No era perfume, era de alguna manera su olor natural. Se golpeó con mi brazo y se giró quedamente para pedirme perdón, con una sonrisa que le arrebataría el aliento a un soldado, y de hecho lo hizo. Fruncí el ceño, me giré y seguí caminando.

En aquél momento, mi cabeza no estaba del todo en aquél sitio, andaba algo preocupado porque, un año atrás, había abandonado Boston precipitadamente. Quizá no me alisté tanto porque me lavaran el cerebro sino por necesidad... Quizá por dinero o, mejor dicho, por falta de él. 

No es que tuviera mucho que perder... familia, no tenía, ni patrimonio. No tenía padres, ni tíos, lo más parecido a alguien que se ocupase de mi que había tenido en mi vida fue la hermana Mayhem, y su Dios sabe que huí de aquél orfanato en cuanto tuve uso de razón. Desde entonces y, como he dicho, la calle. La vida no era fácil para un chico afroamericano en la Boston de aquella época, pero qué demonios, nunca se me dio mal desenvolverme en aquél ambiente.

Quiza sea más claro si empezamos por el principio. Por aquellos tiempos, sólo tenía un amigo de confianza, un peludo gruñón, viejo y malcarado, con una cicatriz en un ojo y con media oreja arrancada vaya usted a saber cuándo. Yo le llamaba Perro. A él eso le bastaba, mientras compartiese mi comida con él. 

Perro era un buen chico. Lo encontré cerca de la vía de tren que conducía al sur donde, eventualmente, me volvería encontrar unos años después, decidido a viajar a New Orleans. El pastor alemán estaba medio muerto, tenía el pelo pegajoso de grasa y algunas heridas bastante feas en las patas. No me avergüenzo de decirlo: Me dio pena, así que lo acogí y me lo llevé a mi refugio, quería que por lo menos muriese en compañía. En ese proceso me mordió, me arañó y me gruñó, aunque eso no fue nada comparado con cómo me trataban en el Orfanato, así que aguanté el chaparrón y curé a ese maldito perro. Eso me enseñó una valiosa lección para la vida: Si quieres que un perro vagabundo te siga a todas partes y no te deje en paz: Sácalo de la vía del tren y sálvalo de una muerte segura.

Por aquél entonces jugábamos con fuego, los chicos del Common... Nos reuníamos en el parque y solíamos planear algún que otro golpe, aquí y allá. A mi me conocían como Dee, o como "El del perro". Me hice con un asociado en esa época. Los chicos listos nos movíamos entre algunos clubs "de prestigio". Cualquier club en el que dejasen entrar a un chico negro de 17 años era un club de prestigio para nosotros y, creedme, no eran locales de lujo con música en vivo. Eran antros de mala muerte donde se jugaba y se apostaba duro y que me parta un rayo si miento, nosotros apostábamos más duro.

Un servidor y el joven Freeman. Esa era la pareja de moda en todas las mesas de póker de los locales que controlaba "King" Solomon en aquellos tiempos. Habíamos hecho algunos trabajos para los judíos, les ofrecíamos "Rutas Seguras" para sus asuntos y ellos nos dejaban en paz, incluso nos respetaban, de vez en cuando. Aprovechábamos entre trabajo y trabajo para ganar algunos cientos engañando a los primos que bajaban de sus mansiones en el barrio rico para perder dinero en antros como el Burlesque, el Clams o algún otro agujero infernal sin nombre. Ese dinero que acababa en nuestros bolsillos.

Suena a cliché ¿verdad? Dos chicos negros en la cima del Boston 1918. Pues bien, no eramos los reyes del mundo, y eso lo descubrimos bien pronto. De la Noche, solo puedo decir que, aunque suene de nuevo a cliché, todo pasó muy rápido. Lo único que recuerdo es un brillo metálico en la mano de un judío que jugaba frente a mi. Los rostros airados de los otros jugadores mirándonos, rojos de rabia. Un ruido atronador que, inútilmente intenté parar con mis manos. Mi corazón latiéndome en las malditas sienes. Los sesos del joven Freeman salpicándome la ropa...

Recuerdo levantar la mesa y tirársela encima a esos hijos puta ricachones y salir corriendo, a empujones, del local. La cosa se había puesto fea, quizá nos habían pillado haciendo trampas. Tenía que pasar, pero son detalles. Detalles que acabaron con la vida de un buen compañero de juego. 

Aquella noche vagué dejando huellas en la nieve sin un dólar en los bolsillos. Me hice todo tipo de preguntas. Qué iba a ser de mi ahora, ¿Me buscarían? ¿Necesitaba cambiar de aires, quizá? ¿Dónde diablos estaba ese maldito perro cuando le necesitaba? Con los labios azules y tiritando, recorrí los callejones de la vieja Boston, preguntándome si al joven Freeman le habría dado tiempo a pensar en la muerte antes de que le volasen la tapa de los sesos. También tuve tiempo de reflexionar en lo poco que me había afectado su muerte, aunque lo achaqué a la brutal euforia que siente uno cuando, estando a punto de morir, salva la vida. Me había sentido así una o dos veces antes, pero en ninguna de ellas tan claramente como en esta. Seguí vagando y, cuando amanecía, junto al pescadero que colocaba su tenderete los sábados en el  gran mercado del puerto, vi la clave de mi salvación.

Me alisté en el ejército. Había guerra en Europa.