Pray To The Player
Pequeños Relatos de la Gran Ciudad.
Esto no es para héroes, ni para patriotas. No es para valientes ni para dechados de bondad. Esto es un espacio libre para la gente imperfecta que, como yo, conoce sus limitaciones, las abraza y las protege.
miércoles, 19 de agosto de 2015
Black Future
“Adam…” solía decir mi padre “Seattle no es el mejor sitio para tener un código…”
Mi padre. La maldita persona más honrada que había conocido jamás. Patrulló las calles del downtown desde que los incipientes pelos de sus huevos apenas asomaban. “Lone Star es un sitio tranquilo” decía “Trabajas lo que trabajas y te pagan por ello. A veces hay movida, pero dar un par de porrazos (o que te los den)… eso mantiene a un irlandés como tu padre vivo.”
Todo le fue bien hasta que olió el dinero sucio. No esque cogerlo le arruinara la vida. Fue el rechazarlo lo que lo hizo. Mi padre terminó su carrera de policía huyendo de los malditos cabrones a los que había cubierto el culo durante todos esos años. No le vi beber una gota de Scotch hasta que lo marginaron. Aunque no lo mató el alcohol, lo habría hecho, de no ser por los 600 gramos de .45 que acabaron alojadas en su pecho. Dejó a una amada esposa (Que no tardó mucho en volverse loca) y a un par de hijos que se tuvieron que buscar la vida en la Metroplex.
¿Que cómo empezó todo? Pues lo típico, repartes periódicos, por aquí, repartes comida a domicilio, por allá, mientras vas averiguando quién cojones abrió en canal el pecho de tu padre. Y cuando lo descubres… ¿Qué se supone que haces? Así es, pagas una deuda heredada y la multiplicas por los implicados. No fue un evento traumático, pero mi hermano acabó en silla de ruedas después de ese periplo. Joder, no es algo de lo que esté especialmente orgulloso, ¿vale? No es que tuviéramos dinero para implantar al pobre Hank, así que se tuvo que acostumbrar a la automoción.
Entre unas cosas y otras… a mis recién cumplidos 18 años acabé en la maldita Lone Star. Lo sé, no preguntes. No es que fuera la ilusión de mi vida trabajar en un nido de corruptos y de mierdas, pero yo no fui tan imbécil como lo fue mi padre como para rechazar el dinero sucio cuando mis manos alcanzaron a tocarlo. Cógelo, cállate, cómprate unos bonitos zapatos y sigue con tu maldita vida. El siguiente paso es matar el sentimiento de culpa con un par de tragos, hostia… no es que sea un puto genocidio, ¿verdad, chico?
No me costó mucho ascender a detective… a fin de cuentas, tenía algo de experiencia, y tampoco había una gran competitividad con los zoquetes que plagan esa plantilla. Me empezaron a llamar O’Reilly Jr. aunque mi padre no había pasado de patrullero, yo ya estaba en el departamento de homicidios, haciendo algo de trabajo policial de calidad. Obviamente, me quedaba grande, aunque teniendo en cuenta la dedicación que los otros inspectores tenían al trabajo, creo que no se dieron cuenta de que yo tampoco era una lumbrera, así que me dejé llevar por la corriente cobrando un buen sueldo y manteniendo mi boca cerrada.
¿Qué? ¿Ambición? ¿Estás de puta broma? La ambición es para los runners. ¿De qué te ries? Puto imbécil… Sí, ahora soy Runner. ¿Y qué? Hay cosas que se aprenden. Yo aprendí la ambición a los 25 años, cuando empecé a tener una racha. Al principio simplemente pensé que estaba teniendo buena suerte, pero mi intuición aumentaba cada vez que resolvía un caso y, bajo la mirada atenta de mis superiores, hice un año perfecto. Un 100% de los casos que cayeron en mis manos, resueltos. Como si un jodido Dios irlandés de la claridad me hubiera tocado con un tentáculo ¿sabes? Pero hacer las cosas bien tiene un problema en la Metroplex… trae problemas. Y problemas gordos.
Con gordo me refiero a los 190 KG de Troll a los que me llevaron las pistas que seguí en el último caso del que me ocupé en Lone Star. Kurt Mulligan no solo era gordo, era poderoso y un grandísimo hijo de la gran puta. No estaba preparado para acabar investigando a un directivo de Lone Star por tráfico de influencias y salir airoso, así que me la jugaron. Que es lo que van a hacer contigo como empieces a hacer bien tu trabajo, chico. Será mejor que cuides de no enseñarle el culo a los que te venden el papel higiénico. Todo aquél asunto terminó muy mal. Dos personas, cercanas a mi, forman parte del nuevo arrecife del lago Washington. ¿Qué arrecife? hum… hay uno bastante grande hecho de cadáveres ahí abajo, y no bromeo. Hecho de estatuas de carne con botas de cemento.
Ah… esa es una buena pregunta. Lo cierto es que no soy una persona excepcionalmente lista, u observadora. Sí, bueno, eso forma parte de mi leyenda, pero el “Smart” que te sueltan cuando te hablan de mi tiene más que ver con la brillantez de mi culo pelado que con la de mi mente. No me mal interpretes, ni en un millón de años te acercarás a la mitad de inteligencia que imprimo en cada caso que investigo… pero conozco a lumbreras que brillan más ¿Me entiendes, chaval? Bien. Como te digo no soy una persona excepcional, al menos no en el sentido común de la palabra “excepcional” Pero aquellos casos me resultaban tan ridículamente sencillos que me tuve que preguntar por qué, y me di cuenta de ello durante uno de los interrogatorios que hice investigando la escena de un crimen. El procedimiento, ¿entiendes? Buscas pruebas, preguntas a los vecinos… pues bien, cuando entras en la escena de un crimen y tu procedimiento pasa por preguntarle a la propia víctima qué cojones le ha pasado… te das cuenta de que no eres como los demás.
Sí, sí, me dejo de rodeos, joder, la verdad es que me lío hablando y… ya sabes, el hermetismo. Fue en ese momento, cuando me di cuenta de que inconscientemente estaba hablando con el espíritu de un tío al que habían apuñalado hacía como 6 horas, cuando me di cuenta de mis aptitudes… mágicas.
Hasta entonces no me había tomado las cosas muy en serio, pero tío… después de ese último caso… No pude evitarlo. Mira, no es que yo sea un sensiblero, pero no soy uno de esos mierdas capaces de mirar a otro lado mientras un hijo puta de dos metros le da una paliza a una prostituta que acaba de llegar a la ciudad. Bien, para los que manejan Lone Star, las prostitutas que acaban de llegar a la ciudad son TODO EL MUNDO. Y, si te soy sincero, uno acaba hasta las pelotas de que le traten como a una puta.
Aquél caso fue un poco complicado, no te voy a mentir. Un matrimonio joven, los Polliver, vinieron a denunciar el asesinato del hermano de uno de ellos. El chico no valía una mierda, se había metido en las bandas y iba por ahí con una chupa de cuero, media cabeza rapada y esa actitud de perdona vidas… sí, ya. Dan ganas de darle con un palo en la cabeza, ¿verdad? Bueno, pues alguien lo hizo. Lo hizo muy fuerte. Tanto que le incrustó la cabeza en el torso a ese pobre chaval. Lo acepté porque estaba ocioso, si les hubiera mandado a otro, lo hubieran archivado y no hubiera pasado nada, ¿entiendes? Algo hubo de destino en que me pillaran a mi en el turno, en la oficina (Por la que pasaba poco) y con ganas de ayudar. Ya sabes, estas cosas pasan. ¡Eh, Julia, ponnos otra copa!… sí, ya sabes, uno doble con hielo y otro sin. Gracias, guapa.
Bien, como te decía aquél fue mi último caso. Empecé sondeando a la banda del chico, tuve que dar un par de vueltas por los suburbios, untar algunos bolsillos, ya sabes, pero los chicos se habían volcado y estaban dispuestos a pagar cualquier gasto que tuviera. Les dije que no, que no era necesario, que Lone Star se ocupaba de eso, pero cuando insistieron cogí el dinero y cerré la boca, como había aprendido a hacer con tanta disciplina. No había muchas pistas, así que… bueno, leí un par de auras, lancé unas preguntas en la dirección correcta. Todo eso había sido orquestado, el asesinato del chaval era una tapadera, un engaño. Quiero decir, habían matado al chico, pero era para endosarle algunas cosas que se habían hecho desde el más puro anonimato. Fue un asesinato preventivo, y el chico, una simple cabeza de turco que se había metido inocentemente en el crimen corporativo.
¿No entiendes? Veamos, el chaval quería dar un gran golpe. Se puso en contacto con las personas equivocadas, esas personas utilizaron al chico para recabar información, cometieron sus delitos corporativos, asesinaron a algunos testigos de ciertos juicios que apuntaban en direcciones equivocadas pero que hubieran acabado por dar en el clavo si… bueno, ya sabes, si un detective competente se hubiera puesto a investigar… Así que organizaron un encuentro, alguien que no quería morir fue amenazado, el chico no sabía nada, así que fue allí, el contacto le atacó, le destrozó, y el chico murió matando. BAM, siete asesinatos sobre la cabeza de un muerto. jo, jo, jo, y la puta botella de ron.
El chico solo era un títere, un cabeza de turco, no tenía más importancia que implicarlo en todos los asesinatos que se habían cometido en las últimas dos semanas. Investigué a quién habían asignado los casos de los asesinatos que le habían endosado… y ahí estaba todo. Esa fue la parte fácil del caso, todos los policías que habían hecho fluir el dinero sucio por las manos de medio cuerpo de la Lone Star. Aquellos cuyo ratio de casos resueltos era una broma de mal gusto, y que sin embargo seguían ocupando las casillas del fondo del tablero, mientras el rey se enrocaba entre ellos y una torre, en un despacho muy alto. Todo apuntaba al Comisionado, el maldito troll. 190 Kg de carne metahumana corrupta. Kurt Mulligan
¿Qué hubiera hecho cualquiera con dos dedos de frente? Te lo diré, chaval, hubiera hecho lo lógico para no joderse la vida, archivar el caso, decirle a los Polliver que las pistas habían llevado a un punto muerto, que había sido un simple caso de pelea entre bandas, que cogieran a su pequeña y se fueran unos meses de vacaciones, a intentar superar el mal trago y que, por lo menos, nada les había pasado a ellos. Pero no. Smart Adam no. Lo que hice fue subirme a la torre esquivando a los peones, y entrar en el despacho dándole una patada a la puerta. Le dije que sabía lo que había hecho, y que le tenía cogido por las pelotas. Le dije que le iba a joder bien jodido y que el mejor cuadro que podía esperarse no era un bucólico paisaje pintado con luz, no. Era un puto cuadro impresionista pintado con sus pedazos esparcidos por el lienzo. Le apunté con una pistola a la cabeza y le miré a los ojos mientras, sin saberlo, me hundía hasta las caderas en el pozo de mierda más profundo en el que nunca esperarías meterte.
Salí de allí convencido de que había dejado claro mi mensaje, y me fui directamente a hablar con los Polliver. Cuando llegué a su casa estaba todo patas arriba. Lo único que encontré fueron mesas rotas, estanterías tumbadas y una niña de 5 años, con tal expresión de terror que ni siquiera me miró a la cara. Estaba escondida en un hueco que había en la pared entre dos habitaciones… “Su escondite secreto” Gracias al cielo. Obviamente detecté su presencia, la saqué de allí y me la llevé a un lugar seguro, que en este momento era mi casucha en un barrio periférico del Downtown, donde recibí la llamada que no quería recibir. Esperaba que los Polliver hubieran discutido y se hubieran ido a reconciliarse paseando por Everett, siendo tan malos padres como para dejar sola a su hija en casa. Pero no, aquella llamada me quitó los putos pájaros de la cabeza.
Ni siquiera había pisado la acera de la Metroplex y ya les habían llevado a un almacén abandonado en Fort Lewis, así que allí me dirigí, a una especie de astillero donde, antiguamente, se fabricaban buques de guerra para la UCAS. Allí no estaba quien me hubiera gustado que estuviese, claro. El Troll no se ensuciaba las manos con estas mierdas, y sin embargo estaban sus peones, ocupando las casillas que les correspondían.
Bien… aquello no fue precisamente agradable, baste decir que hubo muchos disparos, y un par de peleas. En cualquier peli de acción, un detective que se mete a un almacén, sale triunfante al amanecer, ayudando a caminar a sus pobres amigos secuestrados y traumatizados.
Lo único que vio el amanecer de aquél día fue 5 cuerpos tendidos en el suelo húmedo de un astillero abandonado, entre ellos el mío, y un matrimonio inocente ahogándose en el fondo del lago Washington delante de mis ojos mientras me desangraba.
“Que le jodan” pensé “Ningún sitio en este mundo es bueno para tener un código.”
Por suerte, este alfil se comió a todos los putos peones del tablero antes de que el mundo se volviera negro.
Más negro.
lunes, 2 de septiembre de 2013
Dark Alleys. Part III.
Baños de Multitudes
Están esperando. Puede ver entre bambalinas los focos iluminando el escenario, con los telones guardando celosamente sus identidades. Hay agentes de policía en todo el recinto, correteando, de aquí para allá, organizándolo todo. En sus pálidas, delicadas manos, sostiene una caja, finamente labrada. Contiene el honor para los hombres que permanecen firmes ante el público del salón. Un hombre está dando una charla desde su atril, la reverberación del micrófono impacta en los tímpanos como un chorro de agua salada. Esas pálidas, delicadas manos acarician los tallados florales de la caja, mientras mira distraída como la gente se arremolina en torno a su figura. Uno se encarga de empolvarle la nariz y las mejillas, mientras otro le coloca el cuello de la camisa de un uniforme de gala que odia llevar. En realidad, odia profundamente estar aquí, dándole premios a hombres que se fueron a luchar a una guerra extranjera, dejando de lado su guerra. La Guerra. Pero es ella quien se responsabiliza de estos actos, le guste o no.
En cosa de un minuto, dos a lo sumo, está radiante. Los labios pintados de carmín brillante, contrastan con sus ojos verde claro, y abre la caja para asegurarse de que todas las medallas están en su sitio. D.Brown. G.Clancy. E.Dallas. M.Porter. Cuatro valientes que recibirán su medalla al valor. ¿Qué hay de especial en ellos? Ella lo sabe. Estuvieron en el Bunker, en Bretaña. Con eso basta, por lo menos para echarles un vistazo. Según los informes, su distinguida actuación permitió a un nutrido número de prisioneros franceses huir de un largo y tortuoso cautiverio. Aunque se habla poco de lo que pasó allí dentro, ella tiene una idea aproximada. Sabe que hay cosas que escapan a la comprensión humana, y sabe que no sólo salieron estos cuatro hombres de allí. En la unidad del comandante Logan, dieciséis hombres entraron en ese bunker, y sólo seis salieron con vida de él. Se sabe poco de qué fue de los otros, no se encontraron sus cadáveres o, si los encontraron, eran imposibles de identificar... Gracias a las chapas de identificación se pudo poner nombre en las tumbas de los fallecidos. Ahora, sólo cuatro de ellos se presentan a recibir su condecoración.
Una luz parpadea en rojo, es la señal para salir a escena. El hombre que estaba hablando, en impoluto traje de gala se acerca al telón y pronuncia su nombre, creando ese extraño efecto en su oido, que te hace escuchar naturalmente la voz salida de los pulmones de una persona, y a la vez la reverberación producida por los altavoces de un gran salón de actos. Esto hace que se le ericen los pelos de la nuca a la chica. Cuando se da cuenta, todos la están mirando, aguardando que empiece a caminar hacia el púlpito donde le esperan los galardonados. Sus tacones resuenan al golpear el suelo a su paso, y una multitud silenciosa observa su paseo por el escenario. Hay de todo, civiles, soldados, compañeros de los premiados, familiares, familias, personalidades, políticos y criminales, tan mezclados y juntos como si fuera un día normal. Hablando en voz baja como si fuera un día normal. Haciendo negocios como si fuera un día normal.
Le echa un vistazo rápido a los hombres que hoy recibirán la medalla al valor, por sus distinguidos servicios en la Gran Guerra. En ese púlpito solo ve cuatro figuras. Solemnes. El pecho del primer soldado es fuerte y robusto. Un afroamericano de Boston, que la mira como si ya la conociese de antes, con una sonrisa tan blanca que la deslumbra. Sigue siendo humano, sigue estando cuerdo. Es todo lo que le interesa. El "Gracias, señorita" pasa tan desapercibido en la marea de aplausos como el destello verde que emite su mirada al colisionar con los ojos del soldado.
-Enhorabuena, mr. Brown- tanto él como ella saben que esa felicitación no es por la medalla.
El segundo soldado es bajo, fuerte y silencioso. Sus ojos están perdidos más allá de aquella habitación, y un hilillo de baba perla su mejilla cuando la mujer clava la estrella en la solapa de su chaqueta. Con un movimiento rápido y sutil, saca del bolsillo de su chaqueta un pañuelo y limpia el honor del soldado antes de que alguien se de cuenta. Se coloca la falda a la vez, para crear una distracción y se gira hacia la multitud, con una sonrisa encantadora y divertida. La multitud responde con asentimientos y algunas risas, y estalla en un aplauso que borra la comicidad de la escena anterior. No se inmuta, es como si estuviera muerto. Lo han colocado aquí. Durante un instante, parece recuperar su humanidad, e incluso la mira fijamente, pero al instante siguiente vuelve a perder su mirada en algún horizonte lejano, murmullando algo que se pierde en el quedo susurro de sus labios. "G.Clancy" piensa "Este se ha perdido..."
-Señora- una voz cavernosa emerge de las profundidades de la garganta del tercer soldado, que hace un gesto leve, como si se agarrara un sombrero imaginario. Sonríe y expone su solapa, en la que ella clava la condecoración, que brilla como un espejo. El aplauso sumerge las palabras de ella en un mar de palmadas.
-Enhorabuena, mr. Dallas- susurra mirando al hombre a los ojos. Con un miedo irracional que no sentía desde su adolescencia, un miedo que contiene atracción, contiene seguridad. Un irrefrenable sentimiento de inferioridad destella, y ella lo aplaca al instante, recuperando la compostura y emitiendo una leve tos.
-Me siento honrado de volver a verla, señorita Blanchard.- responde él muy correctamente.
"Dos de tres..." piensa. "No ha ido tan mal, la cosa... esta gente es muy fuerte." Mientras sigue caminando en el incipiente silencio que se crea tras un fuerte aplauso, que hace que los oídos se sientan desnudos y desprotegidos, mira al ansioso último soldado que la espera unos metros más allá. Su mirada es feroz. Se mueve como si un titiritero lo estuviera haciendo bailar con suaves movimientos de sus manos. Tiene un tic que le hace cerrar un ojo de vez en cuando, aunque lo más aterrador del hombrecillo no son todas esas rarezas. Su rictus está contraído en una enigmática mueca de diversión, como si todo este circo le pareciera increíblemente divertido. Su uniforme está desaliñado, descolocado por el movimiento. La placa de identificación de su pecho pone su nombre: M. Porter. El hombre ríe cuando ella clava la estrella en su solapa, y la mira con los ojos muy abiertos mientras el público aplaude. Nada nunca la había hecho sentir tan incómoda, así que se aparta y se coloca cerca del estrado donde el hombre terminará de dar su discurso, quizá haciendo que los soldados digan unas palabras. Ella espera que no.
En un momento dado, se acerca al telón, donde espera uno de sus hombres, trajeado y con sombrero.
-M. Porter ha encontrado a su bestia interior, El Bunker fue demasiado para él.
-¿Qué hacemos, señora?- contesta el hombre, colocándose el nudo de la corbata mientras mira a los lados.
-Fichadlo, lleváoslo al Forum.
-¿Terapia?
-No.
-De acuerdo. ¿Qué hacemos con los otros?
Katharine Blanchard desvia la mirada un segundo de su interlocutor, para observar largamente a los soldados que miran distraídamente a la multitud, ni siquiera con orgullo. Se toca la sien con las yemas de los dedos, haciendo círculos pequeños.
-Vigiladlos.
-De acuerdo. ¿Qué hacemos con los otros?
Katharine Blanchard desvia la mirada un segundo de su interlocutor, para observar largamente a los soldados que miran distraídamente a la multitud, ni siquiera con orgullo. Se toca la sien con las yemas de los dedos, haciendo círculos pequeños.
-Vigiladlos.
viernes, 12 de julio de 2013
Dark Alleys. Part II - Eric Dallas
Eric Dallas
Nunca fui del tipo amable. No, y tampoco del reflexivo. Crecí en un ambiente difícil. En los aldeaños del Boston de mi niñez, las cosas no eran fáciles. Ponte en mi piel. Tu padre sería un estibador, cansado de vivir. ¿Por qué? Un inmigrante, Irlandés, recién llegado y lleno de ilusión que se topa con un mundo diferente al que pensaba. De repente, llega a América y no basta sólo con tener ilusión, también hace falta tener seso... y huevos. Todas esas cosas le faltan a ese pobre chico, así que se mete a trabajar en un muelle de carga, porque su espalda es fuerte, y aunque presencia algunos motines por parte de los sindicatos, no se mete porque es un tipo simplón y pacífico.
Los días pasan, los meses y los años también, y el chico no se siente del todo en su sitio, pero su conformismo, de momento, le permite vivir en paz. Un día, conoce a una chica no mucho más inteligente que él en una cantina, a la salida de la jornada, una camarera encantadora y jovencísima, llamada Molly, o Sally, que le hace volver a sentirse un hombre.
Eso dura poco, porque en la cama no es difícil sentirse un hombre si te funciona todo bien. Lo difícil es sentirte un hombre cuando esa chica acaba metiéndose de lleno en tu vida, y no solo en tus sábanas. A ella le da igual, porque lo quiere con locura, pero en él empieza a crecer la semilla del peor cáncer para el cerebro de un hombre: La frustración. Molly, o Sally, intenta darle a entender que todo es perfecto, aunque ella gane un poco más de dinero que él, irían tirando, no habría problema. Él no está muy convencido pero apechuga, y sigue trabajando en el mismo sitio, demasiado pusilánime para intentar buscar algún trabajo mejor. Así que todo va bien hasta que un buen día, Sally - o Molly - se queda embarazada y todo es felicidad, porque por fin Sally y el hombre frustrado han creado algo positivo que dar al mundo. Han encontrado el amor y ha dado su fruto.
Pero para un hombre así, la frustración no desaparece con el amor, y busca soluciones. Soluciones que no encuentra en los fondos de todas esas botellas de cerveza, el único lugar donde se le ocurre buscar dada su falta de iniciativa. La maldita impotencia no es buena compañera del alcohol, y mucho menos de la borrachera de un hombre frustrado. Así que empiezan las discursiones a viva voz. El hombre intenta alcanzar la razón hundiendo la moral de Sally, y ella, que aún es joven, no da su brazo a torcer. Pero, poco a poco, todos los insultos, todas las descalificaciones, las humillaciones y las burlas hacen mella en la mente de cualquiera, y Molly se va volviendo cada vez más dócil, porque quiere a su marido, y porque va a tener a su hijo.
Con el tiempo, las discusiones no son suficientes para el hombre frustrado, no, así que decide dar un paso más y aleccionar a su mujer a golpes de vez en cuando. ¿Por qué no? Ya no está embarazada a fin de cuentas. Eso le enseñará. Ella ha llegado a ese punto. Le quiere tanto que piensa que merece lo que recibe, y aguanta con tesón los golpes que la van conduciendo a su destrucción. Obviamente, esto no pasa en una sola noche. Y obviamente, la golpeada no es sólo la estoica Sally, que sería en este caso tu madre, sino que tú recibes lo que eres capaz de aguantar para que ella no se lleve todo el peso de la maldita frustración.
Pasa durante meses y durante años, hasta que finalmente, el golpe que acaba con la vida de esa mujer no es ni más, ni menos que el último.
El golpe no sólo acaba con la vida de esa mujer, acaba con el amor de un corazón lleno de bondad. Acaba con tu cordura, y acaba con tu miedo. Acaba con una botella de cristal ensangrentada en tu mano, mi mano. Con un charco carmesí drenándose en las grietas del suelo de madera carcomida de un destartalado piso de los suburbios de Boston. Acaba con las vidas de tus dos padres en la misma noche, y con tus aceleradas zancadas bajando por la avenida hasta donde quiera que puedas esconderte.
Recuerdo más bien poco de aquellos años. No fui un chico abandonado y vagabundo, durante unos días, viví en la calle hasta que la policía me encontró acurrucado entre un par de mantas robadas, al amparo de algún callejón y cubierto de nieve. Nadie me acusó de nada, en ese tiempo, a eso lo llamabamos "Justicia Poética" y, aunque la gente y la policía, por supuesto, entendieron que yo había acuchillado a ese indeseable en el cuello, se sabía igualmente que Eli O'Donell era un maltratador consumado, y se sabía que había matado a su mujer de una paliza. Me fui a vivir con una hermana de mi padre, que se había casado con un abogado llamado Hurley. Hurley y Ellen Dallas, mis verdaderos padres. Así que adopté su apellido, mejor que no llevar ninguno.
Quizá por eso me hice policía. Me sorprendió el trato, el sentido de la justicia de esos hombres. Para mi eran gigantes, héroes que se encargaban de hacer el bien y de proteger a la gente. Cuán iluso era, y me di cuenta bien pronto. Los primeros años, fueron por entero esa lavada de cerebro a la que te acostumbran. << Proteger y Servir >> te dicen en la academia. Sales a la calle, atrapas a un par de ladronzuelos y te condecoran, te dan una palmadita en la espalda y te sonríen << Necesitamos a más tipos como tú en el cuerpo >> y tú, henchido de orgullo luces los colores.
Entonces te ascienden, y empiezas a darte cuenta de las cosas, porque con el tiempo entiendes cómo funcionan las cosas. Y te tienes que adaptar a esa mierda. Tú no quieres, pero tienes que hacerlo porque así funcionan las cosas. Ves como pasa dinero por las manos de algunos peces gordos, ves como ese dinero va a parar a manos de tu superior, y éste hace la vista gorda. Tú abres la boca la primera vez, si eres valiente, -y yo lo era, y mucho- una segunda, e incluso una tercera. << Relájate, chico, no lo entenderías >> Tú no te relajas y, por descontado, no lo entiendes, porque sigues viendo como esas cosas pasan, pero al final, como en tantas otras cosas, te acabas habituando, o eso dicen, porque a medida que se te hinchan las pelotas, y teniendo en cuenta las veces que esa gente pasa por alto los crímenes de otros, empiezas a pensar que estabas mejor atrapando ladronzuelos en los barrios del extrarradio que formando parte de la maldita maquinaria criminal de un puto Boston podrido que no conocías hasta ahora.
Así que, en un alarde de honestidad, o de falta de inteligencia, haces algo al respecto, y acabas disparándole a muchas personas. Muchas. Entre ellas, algunos representantes de la ley, otros, contrabandistas o asesinos. Todos criminales. Con uno o dos balazos nuevos en tu cuerpo, te condecoran con la medalla al mérito, te sonríen, te adulan. Te aclaman y, cuando piensas que te respetan, se acercan a tí y te sugieren que te retires. Entonces te das cuenta. Los que iban detrás de esos a los que has machacado son sus sucesores, y no quieren a alguien que les jorobe el negocio. Ese soy yo, así que me quieren quitar del medio.
Esque así funcionan las cosas, Dallas. Un buen amigo tuyo te lo dice también << Retírate, Eric, o esos cabrones irán a por tí >> Te dice << Solo te vas a poner de mierda hasta el cuello >> Pero tú te niegas. Sabes que puedes hacer algo para cambiar las cosas.
Cuando te das cuenta, tu buen amigo Ripley está acribillado a balazos en su cama, junto a su mujer y sus cuatro hijos. Tú estás en un barco de camino a la Gran Guerra, tragándote toda esa culpabilidad y diciéndote a ti mismo que mejor ir a europa a por el Káiser que liarte a tiros con la mayor parte de las altas esferas de tu ciudad.
Malditos hijos de puta.
Los días pasan, los meses y los años también, y el chico no se siente del todo en su sitio, pero su conformismo, de momento, le permite vivir en paz. Un día, conoce a una chica no mucho más inteligente que él en una cantina, a la salida de la jornada, una camarera encantadora y jovencísima, llamada Molly, o Sally, que le hace volver a sentirse un hombre.
Eso dura poco, porque en la cama no es difícil sentirse un hombre si te funciona todo bien. Lo difícil es sentirte un hombre cuando esa chica acaba metiéndose de lleno en tu vida, y no solo en tus sábanas. A ella le da igual, porque lo quiere con locura, pero en él empieza a crecer la semilla del peor cáncer para el cerebro de un hombre: La frustración. Molly, o Sally, intenta darle a entender que todo es perfecto, aunque ella gane un poco más de dinero que él, irían tirando, no habría problema. Él no está muy convencido pero apechuga, y sigue trabajando en el mismo sitio, demasiado pusilánime para intentar buscar algún trabajo mejor. Así que todo va bien hasta que un buen día, Sally - o Molly - se queda embarazada y todo es felicidad, porque por fin Sally y el hombre frustrado han creado algo positivo que dar al mundo. Han encontrado el amor y ha dado su fruto.
Pero para un hombre así, la frustración no desaparece con el amor, y busca soluciones. Soluciones que no encuentra en los fondos de todas esas botellas de cerveza, el único lugar donde se le ocurre buscar dada su falta de iniciativa. La maldita impotencia no es buena compañera del alcohol, y mucho menos de la borrachera de un hombre frustrado. Así que empiezan las discursiones a viva voz. El hombre intenta alcanzar la razón hundiendo la moral de Sally, y ella, que aún es joven, no da su brazo a torcer. Pero, poco a poco, todos los insultos, todas las descalificaciones, las humillaciones y las burlas hacen mella en la mente de cualquiera, y Molly se va volviendo cada vez más dócil, porque quiere a su marido, y porque va a tener a su hijo.
Con el tiempo, las discusiones no son suficientes para el hombre frustrado, no, así que decide dar un paso más y aleccionar a su mujer a golpes de vez en cuando. ¿Por qué no? Ya no está embarazada a fin de cuentas. Eso le enseñará. Ella ha llegado a ese punto. Le quiere tanto que piensa que merece lo que recibe, y aguanta con tesón los golpes que la van conduciendo a su destrucción. Obviamente, esto no pasa en una sola noche. Y obviamente, la golpeada no es sólo la estoica Sally, que sería en este caso tu madre, sino que tú recibes lo que eres capaz de aguantar para que ella no se lleve todo el peso de la maldita frustración.
Pasa durante meses y durante años, hasta que finalmente, el golpe que acaba con la vida de esa mujer no es ni más, ni menos que el último.
El golpe no sólo acaba con la vida de esa mujer, acaba con el amor de un corazón lleno de bondad. Acaba con tu cordura, y acaba con tu miedo. Acaba con una botella de cristal ensangrentada en tu mano, mi mano. Con un charco carmesí drenándose en las grietas del suelo de madera carcomida de un destartalado piso de los suburbios de Boston. Acaba con las vidas de tus dos padres en la misma noche, y con tus aceleradas zancadas bajando por la avenida hasta donde quiera que puedas esconderte.
Recuerdo más bien poco de aquellos años. No fui un chico abandonado y vagabundo, durante unos días, viví en la calle hasta que la policía me encontró acurrucado entre un par de mantas robadas, al amparo de algún callejón y cubierto de nieve. Nadie me acusó de nada, en ese tiempo, a eso lo llamabamos "Justicia Poética" y, aunque la gente y la policía, por supuesto, entendieron que yo había acuchillado a ese indeseable en el cuello, se sabía igualmente que Eli O'Donell era un maltratador consumado, y se sabía que había matado a su mujer de una paliza. Me fui a vivir con una hermana de mi padre, que se había casado con un abogado llamado Hurley. Hurley y Ellen Dallas, mis verdaderos padres. Así que adopté su apellido, mejor que no llevar ninguno.
Quizá por eso me hice policía. Me sorprendió el trato, el sentido de la justicia de esos hombres. Para mi eran gigantes, héroes que se encargaban de hacer el bien y de proteger a la gente. Cuán iluso era, y me di cuenta bien pronto. Los primeros años, fueron por entero esa lavada de cerebro a la que te acostumbran. << Proteger y Servir >>
Entonces te ascienden, y empiezas a darte cuenta de las cosas, porque con el tiempo entiendes cómo funcionan las cosas. Y te tienes que adaptar a esa mierda. Tú no quieres, pero tienes que hacerlo porque así funcionan las cosas. Ves como pasa dinero por las manos de algunos peces gordos, ves como ese dinero va a parar a manos de tu superior, y éste hace la vista gorda. Tú abres la boca la primera vez, si eres valiente, -y yo lo era, y mucho- una segunda, e incluso una tercera. << Relájate, chico, no lo entenderías >>
Así que, en un alarde de honestidad, o de falta de inteligencia, haces algo al respecto, y acabas disparándole a muchas personas. Muchas. Entre ellas, algunos representantes de la ley, otros, contrabandistas o asesinos. Todos criminales. Con uno o dos balazos nuevos en tu cuerpo, te condecoran con la medalla al mérito, te sonríen, te adulan. Te aclaman y, cuando piensas que te respetan, se acercan a tí y te sugieren que te retires. Entonces te das cuenta. Los que iban detrás de esos a los que has machacado son sus sucesores, y no quieren a alguien que les jorobe el negocio. Ese soy yo, así que me quieren quitar del medio.
Esque así funcionan las cosas, Dallas. Un buen amigo tuyo te lo dice también << Retírate, Eric, o esos cabrones irán a por tí >>
Cuando te das cuenta, tu buen amigo Ripley está acribillado a balazos en su cama, junto a su mujer y sus cuatro hijos. Tú estás en un barco de camino a la Gran Guerra, tragándote toda esa culpabilidad y diciéndote a ti mismo que mejor ir a europa a por el Káiser que liarte a tiros con la mayor parte de las altas esferas de tu ciudad.
Malditos hijos de puta.
miércoles, 5 de junio de 2013
Dark Alleys. Part I - Dee Brown.
Dee Brown
No hace falta medio cerebro sano para sobrevivir en la calle. Lo aprendí antes incluso de que me arrastraran junto a la multitud de jóvenes engañados a la gran guerra. La calle es simple. Eres listo, sobrevives. No hace falta ser rápido, ni saber pelear, aunque nunca te viene mal saber encajar un derechazo y tener algo con lo que responder. Pero si eres listo... ni siquiera te hace falta despellejarte los nudillos.
Aún así, no estoy acostumbrado a este clima. Las frías calles de Boston siempre fueron mi hogar. Un bidón donde calentarse, una casa abandonada donde guarecerse... aquí es diferente. New Orleans es un hervidero, un auténtico paraíso del sin techo. Nunca había visto tantos vagabundos y de tan distintas clases. Yo lo elegí, decidí vivir al margen de la maldita sociedad, y que me lavaran el cerebro para ir a Europa a liarme a tiros con unos capullos que no tenían nada que ver conmigo, solo me convenció más de estar en lo cierto.
No recuerdo mucho acerca de esa época, y la verdad, prefiero no recordarla. Hice algunos amigos, rebané un par de cuellos y sí, no me siento orgulloso, pero tampoco culpable. La guerra es la guerra. En la cuenta general, perdí más amigos que gaznates abrí, así que estoy en paz con todo ese asunto.
Lo cierto es que las cosas más extrañas empezaron a sucederme desde el instante en que el Tío Sam volvió a ofrecerme su abrazo. De hecho, esa es la razón por la que abandoné las sencillas e inocuas calles de Boston y me aventuré hacia el lejano Sur de los Estados Unidos.
Toda historia tiene una razón, y la mía tenía nombre, apellidos, un bonito y prieto trasero y algún extraño misterio en una mirada de color tan verde que haría que San Patricio renunciase a sus votos y se diera al alcohol... no sé si me entendéis.
La vi por primera vez mientras mis pasos resonaban en la madera del puerto. Yo llevaba puesto el uniforme con el que me había licenciado y traía un brazo en cabestrillo, aún recuperándose. Pasó junto a mi, tan rápido que solo pude olerla, y ver la estela verde que su vestido dejaba en el aire. Y, demonios, olía bien aquella chica. No era perfume, era de alguna manera su olor natural. Se golpeó con mi brazo y se giró quedamente para pedirme perdón, con una sonrisa que le arrebataría el aliento a un soldado, y de hecho lo hizo. Fruncí el ceño, me giré y seguí caminando.
En aquél momento, mi cabeza no estaba del todo en aquél sitio, andaba algo preocupado porque, un año atrás, había abandonado Boston precipitadamente. Quizá no me alisté tanto porque me lavaran el cerebro sino por necesidad... Quizá por dinero o, mejor dicho, por falta de él.
No es que tuviera mucho que perder... familia, no tenía, ni patrimonio. No tenía padres, ni tíos, lo más parecido a alguien que se ocupase de mi que había tenido en mi vida fue la hermana Mayhem, y su Dios sabe que huí de aquél orfanato en cuanto tuve uso de razón. Desde entonces y, como he dicho, la calle. La vida no era fácil para un chico afroamericano en la Boston de aquella época, pero qué demonios, nunca se me dio mal desenvolverme en aquél ambiente.
Quiza sea más claro si empezamos por el principio. Por aquellos tiempos, sólo tenía un amigo de confianza, un peludo gruñón, viejo y malcarado, con una cicatriz en un ojo y con media oreja arrancada vaya usted a saber cuándo. Yo le llamaba Perro. A él eso le bastaba, mientras compartiese mi comida con él.
Perro era un buen chico. Lo encontré cerca de la vía de tren que conducía al sur donde, eventualmente, me volvería encontrar unos años después, decidido a viajar a New Orleans. El pastor alemán estaba medio muerto, tenía el pelo pegajoso de grasa y algunas heridas bastante feas en las patas. No me avergüenzo de decirlo: Me dio pena, así que lo acogí y me lo llevé a mi refugio, quería que por lo menos muriese en compañía. En ese proceso me mordió, me arañó y me gruñó, aunque eso no fue nada comparado con cómo me trataban en el Orfanato, así que aguanté el chaparrón y curé a ese maldito perro. Eso me enseñó una valiosa lección para la vida: Si quieres que un perro vagabundo te siga a todas partes y no te deje en paz: Sácalo de la vía del tren y sálvalo de una muerte segura.
Por aquél entonces jugábamos con fuego, los chicos del Common... Nos reuníamos en el parque y solíamos planear algún que otro golpe, aquí y allá. A mi me conocían como Dee, o como "El del perro". Me hice con un asociado en esa época. Los chicos listos nos movíamos entre algunos clubs "de prestigio". Cualquier club en el que dejasen entrar a un chico negro de 17 años era un club de prestigio para nosotros y, creedme, no eran locales de lujo con música en vivo. Eran antros de mala muerte donde se jugaba y se apostaba duro y que me parta un rayo si miento, nosotros apostábamos más duro.
Un servidor y el joven Freeman. Esa era la pareja de moda en todas las mesas de póker de los locales que controlaba "King" Solomon en aquellos tiempos. Habíamos hecho algunos trabajos para los judíos, les ofrecíamos "Rutas Seguras" para sus asuntos y ellos nos dejaban en paz, incluso nos respetaban, de vez en cuando. Aprovechábamos entre trabajo y trabajo para ganar algunos cientos engañando a los primos que bajaban de sus mansiones en el barrio rico para perder dinero en antros como el Burlesque, el Clams o algún otro agujero infernal sin nombre. Ese dinero que acababa en nuestros bolsillos.
Suena a cliché ¿verdad? Dos chicos negros en la cima del Boston 1918. Pues bien, no eramos los reyes del mundo, y eso lo descubrimos bien pronto. De la Noche, solo puedo decir que, aunque suene de nuevo a cliché, todo pasó muy rápido. Lo único que recuerdo es un brillo metálico en la mano de un judío que jugaba frente a mi. Los rostros airados de los otros jugadores mirándonos, rojos de rabia. Un ruido atronador que, inútilmente intenté parar con mis manos. Mi corazón latiéndome en las malditas sienes. Los sesos del joven Freeman salpicándome la ropa...
Recuerdo levantar la mesa y tirársela encima a esos hijos puta ricachones y salir corriendo, a empujones, del local. La cosa se había puesto fea, quizá nos habían pillado haciendo trampas. Tenía que pasar, pero son detalles. Detalles que acabaron con la vida de un buen compañero de juego.
Aquella noche vagué dejando huellas en la nieve sin un dólar en los bolsillos. Me hice todo tipo de preguntas. Qué iba a ser de mi ahora, ¿Me buscarían? ¿Necesitaba cambiar de aires, quizá? ¿Dónde diablos estaba ese maldito perro cuando le necesitaba? Con los labios azules y tiritando, recorrí los callejones de la vieja Boston, preguntándome si al joven Freeman le habría dado tiempo a pensar en la muerte antes de que le volasen la tapa de los sesos. También tuve tiempo de reflexionar en lo poco que me había afectado su muerte, aunque lo achaqué a la brutal euforia que siente uno cuando, estando a punto de morir, salva la vida. Me había sentido así una o dos veces antes, pero en ninguna de ellas tan claramente como en esta. Seguí vagando y, cuando amanecía, junto al pescadero que colocaba su tenderete los sábados en el gran mercado del puerto, vi la clave de mi salvación.
Me alisté en el ejército. Había guerra en Europa.
Toda historia tiene una razón, y la mía tenía nombre, apellidos, un bonito y prieto trasero y algún extraño misterio en una mirada de color tan verde que haría que San Patricio renunciase a sus votos y se diera al alcohol... no sé si me entendéis.
La vi por primera vez mientras mis pasos resonaban en la madera del puerto. Yo llevaba puesto el uniforme con el que me había licenciado y traía un brazo en cabestrillo, aún recuperándose. Pasó junto a mi, tan rápido que solo pude olerla, y ver la estela verde que su vestido dejaba en el aire. Y, demonios, olía bien aquella chica. No era perfume, era de alguna manera su olor natural. Se golpeó con mi brazo y se giró quedamente para pedirme perdón, con una sonrisa que le arrebataría el aliento a un soldado, y de hecho lo hizo. Fruncí el ceño, me giré y seguí caminando.
En aquél momento, mi cabeza no estaba del todo en aquél sitio, andaba algo preocupado porque, un año atrás, había abandonado Boston precipitadamente. Quizá no me alisté tanto porque me lavaran el cerebro sino por necesidad... Quizá por dinero o, mejor dicho, por falta de él.
No es que tuviera mucho que perder... familia, no tenía, ni patrimonio. No tenía padres, ni tíos, lo más parecido a alguien que se ocupase de mi que había tenido en mi vida fue la hermana Mayhem, y su Dios sabe que huí de aquél orfanato en cuanto tuve uso de razón. Desde entonces y, como he dicho, la calle. La vida no era fácil para un chico afroamericano en la Boston de aquella época, pero qué demonios, nunca se me dio mal desenvolverme en aquél ambiente.
Quiza sea más claro si empezamos por el principio. Por aquellos tiempos, sólo tenía un amigo de confianza, un peludo gruñón, viejo y malcarado, con una cicatriz en un ojo y con media oreja arrancada vaya usted a saber cuándo. Yo le llamaba Perro. A él eso le bastaba, mientras compartiese mi comida con él.
Perro era un buen chico. Lo encontré cerca de la vía de tren que conducía al sur donde, eventualmente, me volvería encontrar unos años después, decidido a viajar a New Orleans. El pastor alemán estaba medio muerto, tenía el pelo pegajoso de grasa y algunas heridas bastante feas en las patas. No me avergüenzo de decirlo: Me dio pena, así que lo acogí y me lo llevé a mi refugio, quería que por lo menos muriese en compañía. En ese proceso me mordió, me arañó y me gruñó, aunque eso no fue nada comparado con cómo me trataban en el Orfanato, así que aguanté el chaparrón y curé a ese maldito perro. Eso me enseñó una valiosa lección para la vida: Si quieres que un perro vagabundo te siga a todas partes y no te deje en paz: Sácalo de la vía del tren y sálvalo de una muerte segura.
Por aquél entonces jugábamos con fuego, los chicos del Common... Nos reuníamos en el parque y solíamos planear algún que otro golpe, aquí y allá. A mi me conocían como Dee, o como "El del perro". Me hice con un asociado en esa época. Los chicos listos nos movíamos entre algunos clubs "de prestigio". Cualquier club en el que dejasen entrar a un chico negro de 17 años era un club de prestigio para nosotros y, creedme, no eran locales de lujo con música en vivo. Eran antros de mala muerte donde se jugaba y se apostaba duro y que me parta un rayo si miento, nosotros apostábamos más duro.
Un servidor y el joven Freeman. Esa era la pareja de moda en todas las mesas de póker de los locales que controlaba "King" Solomon en aquellos tiempos. Habíamos hecho algunos trabajos para los judíos, les ofrecíamos "Rutas Seguras" para sus asuntos y ellos nos dejaban en paz, incluso nos respetaban, de vez en cuando. Aprovechábamos entre trabajo y trabajo para ganar algunos cientos engañando a los primos que bajaban de sus mansiones en el barrio rico para perder dinero en antros como el Burlesque, el Clams o algún otro agujero infernal sin nombre. Ese dinero que acababa en nuestros bolsillos.
Suena a cliché ¿verdad? Dos chicos negros en la cima del Boston 1918. Pues bien, no eramos los reyes del mundo, y eso lo descubrimos bien pronto. De la Noche, solo puedo decir que, aunque suene de nuevo a cliché, todo pasó muy rápido. Lo único que recuerdo es un brillo metálico en la mano de un judío que jugaba frente a mi. Los rostros airados de los otros jugadores mirándonos, rojos de rabia. Un ruido atronador que, inútilmente intenté parar con mis manos. Mi corazón latiéndome en las malditas sienes. Los sesos del joven Freeman salpicándome la ropa...
Recuerdo levantar la mesa y tirársela encima a esos hijos puta ricachones y salir corriendo, a empujones, del local. La cosa se había puesto fea, quizá nos habían pillado haciendo trampas. Tenía que pasar, pero son detalles. Detalles que acabaron con la vida de un buen compañero de juego.
Aquella noche vagué dejando huellas en la nieve sin un dólar en los bolsillos. Me hice todo tipo de preguntas. Qué iba a ser de mi ahora, ¿Me buscarían? ¿Necesitaba cambiar de aires, quizá? ¿Dónde diablos estaba ese maldito perro cuando le necesitaba? Con los labios azules y tiritando, recorrí los callejones de la vieja Boston, preguntándome si al joven Freeman le habría dado tiempo a pensar en la muerte antes de que le volasen la tapa de los sesos. También tuve tiempo de reflexionar en lo poco que me había afectado su muerte, aunque lo achaqué a la brutal euforia que siente uno cuando, estando a punto de morir, salva la vida. Me había sentido así una o dos veces antes, pero en ninguna de ellas tan claramente como en esta. Seguí vagando y, cuando amanecía, junto al pescadero que colocaba su tenderete los sábados en el gran mercado del puerto, vi la clave de mi salvación.
Me alisté en el ejército. Había guerra en Europa.
viernes, 22 de marzo de 2013
The Sagas. Amanda II
Recosté a esa diosa griega en mi desvencijado sofá. Para este tipo de ocasiones acostumbraba a recoger un poco el trastero oscuro al que osaba llamar piso, pero incluso cuando no esperaba volver con una chica a casa, lo esperaba más que ésta vez. No solía encontrarme con un secuestro al anochecer en los muelles. Y menos mal, esa tía iba a traerme problemas. Desde que le había quitado el esparadrapo que le cubría la boca, no había dicho ni una palabra, se había dormido en mi hombro, tiritando, de camino al barrio. Por mi parte, tenía toda la ropa empapada de sudor y necesitaba una ducha. La miré directamente a los ojos, entre ceja y ceja, como me había enseñado mi padre años atrás. De las pocas cosas útiles que saqué en claro de ese hijo de la gran puta.
-Estás en tu casa... ¿Me oyes? - Sus ojos verdes me miraron de vuelta no sin algo de fiereza, pero asintió esquivando mi mirada rápidamente y dirigiéndola al suelo. - Muy bien, -señalé en dirección al arco que conducía a otra habitación - allí está la cocina, siéntete libre de coger lo que sea...
Me dirigí yo mismo hacia allí y escondí todos los cuchillos que pude encontrar, no sería la primera vez que una zorra desequilibrada intenta apuñalarme con mi propia cubertería. Una vez sí, dos nunca.
Corrí las cortinas que cubrían los cuadros que guardaba en el "desván", que entrecomillo porque no era sino una parte de la casa separada de la otra con una cortina de color ocre. Cerca de las columnas, la pintura verde estaba desconchándose, y me prometí como siempre que el próximo fin de semana lo arreglaría. No era verdad, no había que ser un lumbrera para saberlo. Le eché una última mirada a la chica antes de entrar en el cuarto de baño. Su melena le tapaba la cara, repiqueteaba nerviosamente con los talones en el suelo. Jugueteaba distraídamente con las uñas entre sus delicadas y pálidas manos la última vez que la vi.
***
<< Debo salir de aquí. No podría estarle más agradecido a ese chico... pero no puedo quedarme. ¿Debería avisar a la policía? No... Ellos deben estar metidos en esto y... Oh, Dios, mi padre. ¿Estará él bien? Claro, Am, papá sabe lidiar con esto... >>
Se levantó lentamente del sillón, aún tenía el frío incrustado en los huesos. No recordaba cuánto tiempo había estado en ese incómodo asiento de atrás. Sólo sentía un tremendo dolor en la espalda y las articulaciones de las manos y los pies. Dio un repaso al mugriento piso del joven. No había visto nunca tantos trastos juntos. << Este debe ser eso que dicen de llevarse la casa a cuestas >> Se acercó a las ventanas, en cuyos cristales se aglomeraban las gotas de lluvia, creando regueros hasta el marco cuando el agua las cargaba lo suficiente. Desde allí solo se veían los tejados de la Vieja Ciudad. Los suburbios, el peligroso Vertedero. Las venas más alejadas del corazón de La Ciudad. Tan alejadas que resultaba irónico que la sangre corriera por aquí tres veces más que en el centro. Pero de eso estaban manchadas estas calles. La masa gris y negra de los edificios la distrajo un momento, y finalmente volvió a la realidad. Su estómago emitió un ruido sordo, que condujo sus piernas directamente hacia la cocina.
Se levantó lentamente del sillón, aún tenía el frío incrustado en los huesos. No recordaba cuánto tiempo había estado en ese incómodo asiento de atrás. Sólo sentía un tremendo dolor en la espalda y las articulaciones de las manos y los pies. Dio un repaso al mugriento piso del joven. No había visto nunca tantos trastos juntos. << Este debe ser eso que dicen de llevarse la casa a cuestas >>
Abrió la nevera y, como sospechaba, no había mucho que ver. Un yogur, Una coca cola en la puerta y algunos tuppers con comida envasada que no tenía tiempo de hacer ahora, así que se decidió por el yogur. Mientras lo comía, se vio reflejada en uno de esos cuadros que tienen todas las cocinas antiguas colgados en su pared, con una marca de cerveza encima de un espejo. Tenía el cabello enredado y pegado a la cara, empapado de agua, sudor y sangre. La pintura de los ojos se le había corrido y la llevaba esparcida por las mejillas. Tenía un corte muy hinchado en el labio superior y, de pronto, le entraron ganas de llorar. Se las aguantó como pudo y siguió adelante apartando la mirada del pseudo-espejo.
Toda la parte derecha de la cocina estaba cubierta por una cortina color amarillo melocotón, que deslizó un poco para curiosear lo que había detrás. Sus ojos se abrieron. No sabría decirte, lector, si esa mueca era terror o era asombro.
El yogur, con un ruido metálico de la cuchara, cayó al suelo, derramando su contenido por las baldosas. Se escuchó un sollozo, unos rápidos pasos y un portazo.
Así pasan las cosas en La Ciudad. Sin previo aviso.
Así pasan las cosas en La Ciudad. Sin previo aviso.
miércoles, 20 de febrero de 2013
Los Muchachos de Jimmy
Los muchachos de Jimmy tenían algún tipo de fijación con esos cabrones. Intentaba no hacer demasiadas preguntas, ni siquiera husmear un mínimo, ese tipo de cosas suelen acabar matándote en los sitios en los que suelo moverme. Sólo eres un puto espectador más, te sientas en tu butaca de terciopelo en primera línea y, mientras te abres una bolsa de chips, esperas enterarte de todo lo que va a pasar. Así son las ejecuciones en casa de Jimmy. Sin preguntas.
Últimamente habían dado algún que otro golpe esos chicos. Nuevos en la ciudad, según decían las malas lenguas. Mal hecho. Nadie mueve un dedo en esta ciudad sin pedirle permiso al bueno de Jimmy. Es una putada, pero cuando alguien como él controla, lo único que puedes hacer es cerrar el puto pico y acatar las normas... sino, eres hombre muerto, ¿Sabes a qué me refiero?.
Cuando las cuchilladas están a la orden del día y robar tiendas se convierte en robar bancos, entonces es cuando se enteran los muchachos. Así llamamos a los hombres de Jimmy, ellos son sus brazos y sus ojos. ¿Quién sino? La burocracia es cosa del gobierno. Unos silenciadores, un maletero espacioso, un par de buenas alfombras y cuatro pesos de 80 KG. En esta apestosa ciudad el puerto está plagado de arrecifes y no son precisamente de maldito coral...
martes, 31 de agosto de 2010
The Sagas. Looter II
De nuevo un sobre marrón sin marcas, sin letras. Los bombos de un "Little Weapon" de Lupe Fiasco acariciaban los tímpanos de Looter mientras abría el informe de su objetivo sentado en el sillón que, junto a un colchón sobrio, sin ningún tipo de cabecera y un destartalado escritorio vacío, formaban todo el mobiliario del piso franco. "La madriguera", solía llamarlo él mismo.
Amanda Gordon... veinte años, un metro setenta y nueve de estatura, raza caucásica, pelo negro, ojos verdes. Grupo sanguíneo AB+, bla, bla, bla... Toda esa información venía escrita. La foto le decía que aquella muchacha no era en absoluto frágil, su expresión era desafiante, sus ojos jade intenso trascendían la foto, su mirada era penetrante. No era el aspecto de quien ocupaba los informes amarillentos que solían caer en manos de Looter. Dirigió su mirada a la información general: estudiante de arqueología en su último año de carrera, hija de gente... moderadamente importante, se diría que sin problemas económicos de ningún tipo. Con ese informe en manos del Chico de la Calle, no importaba que tuvieras problemas de cualquier otra índole, lo único real y tangente que rodeaba la vida de quien Looter tenía en su punto de mira era la muerte. No esque le gustase, precisamente... Tampoco sentía ningún tipo de satisfacción sexual cuando cometía los trabajos encomendados, siempre limpia y diligentemente realizados, sin un cabo suelto, sin nada al azar. Era pura ética profesional, lo que había hecho desde que aprendió y lo único que le habían enseñado, aparte de a leer.
Colocó cuidadosamente su chaqueta de cuero marrón en la cama, quedándose en camiseta negra. La llevaba fuera del pantalón vaquero azul marino, prenda que remataban unas deportivas nike de ante, color marrón cuero, a juego con la chaqueta, con las costuras del color del pantalón. Del cuello le colgaba un collar de plata. Discreto, sin florituras, un toque de clase... Posiblemente, único recuerdo de su vida anterior. En su muñeca brillaba un reloj del mismo material que el collar, con la esfera de un color azul profundo y brillante. Marcaba la 1:29 de la madrugada. Extendió el informe en el escritorio. Como siempre, enroscó el silenciador en su semi-automática del 45 y la introdujo en el cajón del escritorio mientras revisaba algunos de los folios repletos de información acerca de su objetivo. Viviendas conocidas, antiguas y nuevas, sitios que solía frecuentar, gente importante para ella, aficiones, intereses. << Joder, están hasta sus putos gustos musicales >> Pensó mientras sonreía << Sonidos de la tierra, The Eagles... The Sonics y... ¿Missy Elliott? Me cago en la puta, esta tía no se aclara... >>
El repiqueteo de la lluvia en la destartalada ventana era prácticamente relajante, y para un oido fino como el de Loot no fue difícil distinguir los malditos ruidos en su cerradura. Incluso antes de que empezasen había oído los pasos. Abrió el cajón y empuñó el hierro, que empezaba a arder de impaciencia. Se descalzó allí mismo para minimizar el ruido de sus pisadas y se colocó en el lateral de la puerta, mirando en el trayecto por la mirilla. Dos desgraciados que iban a morir esa noche. Pobrecillos, no lo sabían aún, pero deberían haberse despedido de sus putas madres aquél día. Pero no sin antes averiguar quién cojones les había mandado a por él. En aquél edificio no había nada que robar como para que esos dos pudiesen ser ladrones, y la escopeta que empuñaba el que no estaba forzando la puerta le decía que no eran unos simples yonkis en busca de refugio. Ese edificio estaba completamente en ruinas, a excepción de esa habitación y ¿Qué coño? ¿Qué maldito vagabundo iba a llevar un kit de ganzúas para abrir puertas en silencio? Aquello estaba, obviamente orquestado y no era la primera vez que le pasaba. << Lo peor de estas situaciones >> Pensó agitado << Es deshacerse de los cuerpos después... y limpiar la sangre me pone de los nervios... >> Tomó una decisión, entró en la cocina y se metió un par de bolsas de plástico en el bolsillo, las de las pizzas congeladas que había comprado esa tarde servirían. Se volvió a colocar en el lateral y esperó a que se abriera la puerta bien pegado a la pared, con el cañón de la pistola en la trayectoria de entrada de los tipos.
La puerta se abrió cuidadosamente, al principio solo se veía una mano enguantada empujando el pomo, lo cual dejó paso a un brazo cubierto por una manga de cuero que a su vez fue seguido por un cuerpo cuyos hombros sujetaban una cabeza. Una cabeza con una cara que le miró a los ojos sorprendido antes de que Looter agarrara su cuello y lo propulsara contra la pared frontal de la puerta. La posición ligeramente fetal del desgraciado era perfecta para el movimiento, parecía que había nacido para estampar su nariz contra la pintura desconchada de la pared del pasillo. El otro entró a toda prisa apenas dándose cuenta de que su amigo había tropezado. Looter sintió vergüenza ajena por la torpeza de sus atacantes. Se interpuso entre el segundo desgraciado y la puerta, apuntando a su cabeza con un movimiento rápido. El sonido del supresor es agradable, indetectable. Esparció sus sesos por el exterior del piso, cuya salpicadura contra el suelo hizo más ruido que el propio disparo, manchando la puerta y el marco en el proceso. Sacó una de las bolsas que había cogido de la cocina e interceptó al recién nombrado cadáver antes de que cayera al suelo y lo pusiera todo perdido, cubrió su cabeza con la bolsa y la dejó caer suavemente en el pavimento.
El otro apenas se había recuperado del porrazo e intentaba levantarse del suelo empuñando lastimeramente un cuchillo. El chico de la calle sonrió y rememoró los tiempos en que los cuchillos eran una verdadera preocupación. Agarró el brazo del renqueante atacante y lo partió con facilidad por el codo haciendo palanca en la esquina del pequeño pasillo que hacía las veces de recibidor.
El grito de dolor fue espeluznante y muy desagradable. Loot había aprendido mucho con algunos amigos de Vincent, entre otras, una llave que consideraba vital a la hora de hacer prisioneros: La del sueño. Aplicó la fuerza necesaria a la tenaza braquial que dejó sin sentido al pobre diablo, que solo alcanzó a balbucear súplicas mientras intentaba abarcar a bocanadas un aire que no llegaba a sus pulmones hasta quedarse dormido.
Looter arrastró el cadáver hasta la parte exterior del apartamento y lo dejó escondido entre una pila de escombros que había en el edificio abandonado. Luego se ocuparía de eso. Cuando volvió al estudio observó con mirada crítica las manchas de sangre en la puerta y examinó las gotas que habían caído al suelo. << Podías haberlo hecho mejor, Loot, maldita sea... Ahora me tendré que pasar media hora limpiando esto >> Volvió al salón y sentó al desafortunado superviviente en la única silla que había en la casa, le ató las manos con cinta americana y le tiró un cubo de agua encima.
-Hola, amigo... - Dijo Looter cuando éste abrió los ojos. - Ahora vamos a tener una pequeña charla... y cuando acabe, que acabará... quiero saber más de lo que sé ahora... ¿Queda claro?
Asintió con la cabeza y dijo que sí. Sus ojos decían: Ojalá hubiera muerto.
miércoles, 18 de agosto de 2010
The Sagas. Humes II
La lluvia no había dejado de inundar las calles en los últimos 3 días. El continuo repiqueteo de las gotas en la ventana empezaba a ser molesto incluso para una mente calmada como la de Humes. La pequeña mesilla de madera del comedor estaba enterrada bajo papel: carpetas y carpetas de un anodino color amarillento cubrían cada centímetro de su superficie, mientras el detective leía algunos de ellos sentado al extremo del sofá, descalzo y con los pantalones del traje del trabajo aún puestos. Una camiseta interior sudada cubría su torso. Revisaba los informes de casos similares que se habían dado en la zona... hasta la fecha, 2 asesinos en serie habían estado operativos y sido capturados en el distrito 17, infame ya de por sí por su índice de criminalidad. Desde que Humes había ascendido a inspector, la tasa de casos resueltos había subido un 5% por año, y por ello había muchos ojos puestos en él... ¿Admiración? no, envidia. Un caso de asesinato en serie acaba con la carrera de cualquier detective, y eso lo sabían los peces gordos del departamento, que miraban con recelo los buenos ojos con que el comisario empezaba a mirar a Humes. < Por eso dejaron que llegara él primero al maldito edificio abandonado donde habían encontrado el cadáver... Querían que me dieran el caso a mi, qué hijo de puta > Pensó Humes entre murmullos, mientras crujía sus cervicales mirando hacia el techo.
Estaba pensando en Redd, el putísimo Capitán Redd. Ese maldito uniformado venido a más que nunca había aceptado que alguien tan joven fuese ascendido, ni aún habiendo superado su tasa de detenciones con creces, ni siquiera siendo un brillante patrullero condecorado. Redd era un animal político, una serpiente de cascabel disfrazada de cordero solo en las partes que miraban hacia arriba. Todos sabían que era una víbora traicionera y que solo hablaba para escupir veneno a los oídos de quien le escuchaba. Y qué zalamero era, el hijo de puta, sabía cómo hacer que el hombre más frío creyera que estaba de su parte, y mientras éste le hacía el trabajo sucio pensando que hacía un servicio inestimable a su comunidad, Redd se enriquecía en posición y vampirizaba la carrera de los que habían aceptado trabajar para él. Para ello se servía de la adulación para los vanidosos, del chantaje para los honrados y del soborno para los que eran como él. Algún día sería un buen alcalde, eso seguro.
Los informes de los asesinos en serie databan de hacía algunos años, un tal Gray que mataba a mujeres y luego se divertía con sus cadáveres, todas de entre 17 y 24 años, pelirrojas, de buen ver. Luego, las vestía de princesas y las dejaba tumbadas y colocadas en losas de los cementerios colindantes, como si fuesen cenicientas o blancanieves a la espera de la pureza de un príncipe encantador o azul que, irónicamente, no había tenido lo que había que tener para protegerlas en su momento. Los maridos o novios de todas ellas eran alcohólicos o yonquis que, demasiado borrachos o colocados para ayudarlas, habían dejado al asesino llevárselas de su lado, en sus propias narices. < Buena lección para un fracasado, si no acabase con la muerte de esas pobres chicas... > Pensó Humes con tristeza.
Dos asesinatos en las últimas tres semanas, ambos cuyo asesino había sustituido los órganos por otros de barro, imitados a la pefección y pintados para que pareciesen auténticos. Trataba de encontrar la conexión con alguna historia bíblica, algo religioso. Sabía que los asesinos en serie se basaban, muchas veces, en sus conocimientos literarios o teológicos, incluso políticos. Todos se apoyaban en la racionalización descarnada, falta de sentimientos, de los asesinatos como una lección a la humanidad que los había dejado de lado, unos para tomar el control de una parte de sus vidas, otros para demostrar su superioridad intelectual... otros, los peores, simplemente por aburrimiento o diversión. Había extraído los informes de tres casos específicos de asesinato en serie que le habían impactado por la crueldad y exactitud quirúrjica con que habían sido perpetrados, uno de ellos era Gray, apodado "Secuestrador de Princesas", condenado a muerte. Otro, que había actuado durante una década en todo un condado sembrando el miedo en el corazón de sus habitantes: El Caso Mayfield: Ottis Mallow, apodado El Terrible Mayfield. Le habían llamado así porque preparaba a los niños que secuestraba para que los encontrasen los policías de modo que sonasen discos de Curtis Mayfield durante la operación. También condenado a muerte. Sólo uno de los asesinos en serie que investigaba seguía aún con vida: Ptolomeus Hobbes, declarado enfermo mental hacía unos cuatro años, cuando fue juzgado y transladado al psiquiátrico de Pleasant Bridge.
-Ptolomeus Hobbes, ¿Eh?... Puede ser interesante hacerle una visita - Dijo Humes para sí, antes de coger la camisa, la gabardina y salir por la puerta mientras se iba vistiendo por el camino.
Estaba pensando en Redd, el putísimo Capitán Redd. Ese maldito uniformado venido a más que nunca había aceptado que alguien tan joven fuese ascendido, ni aún habiendo superado su tasa de detenciones con creces, ni siquiera siendo un brillante patrullero condecorado. Redd era un animal político, una serpiente de cascabel disfrazada de cordero solo en las partes que miraban hacia arriba. Todos sabían que era una víbora traicionera y que solo hablaba para escupir veneno a los oídos de quien le escuchaba. Y qué zalamero era, el hijo de puta, sabía cómo hacer que el hombre más frío creyera que estaba de su parte, y mientras éste le hacía el trabajo sucio pensando que hacía un servicio inestimable a su comunidad, Redd se enriquecía en posición y vampirizaba la carrera de los que habían aceptado trabajar para él. Para ello se servía de la adulación para los vanidosos, del chantaje para los honrados y del soborno para los que eran como él. Algún día sería un buen alcalde, eso seguro.
Los informes de los asesinos en serie databan de hacía algunos años, un tal Gray que mataba a mujeres y luego se divertía con sus cadáveres, todas de entre 17 y 24 años, pelirrojas, de buen ver. Luego, las vestía de princesas y las dejaba tumbadas y colocadas en losas de los cementerios colindantes, como si fuesen cenicientas o blancanieves a la espera de la pureza de un príncipe encantador o azul que, irónicamente, no había tenido lo que había que tener para protegerlas en su momento. Los maridos o novios de todas ellas eran alcohólicos o yonquis que, demasiado borrachos o colocados para ayudarlas, habían dejado al asesino llevárselas de su lado, en sus propias narices. < Buena lección para un fracasado, si no acabase con la muerte de esas pobres chicas... > Pensó Humes con tristeza.
Dos asesinatos en las últimas tres semanas, ambos cuyo asesino había sustituido los órganos por otros de barro, imitados a la pefección y pintados para que pareciesen auténticos. Trataba de encontrar la conexión con alguna historia bíblica, algo religioso. Sabía que los asesinos en serie se basaban, muchas veces, en sus conocimientos literarios o teológicos, incluso políticos. Todos se apoyaban en la racionalización descarnada, falta de sentimientos, de los asesinatos como una lección a la humanidad que los había dejado de lado, unos para tomar el control de una parte de sus vidas, otros para demostrar su superioridad intelectual... otros, los peores, simplemente por aburrimiento o diversión. Había extraído los informes de tres casos específicos de asesinato en serie que le habían impactado por la crueldad y exactitud quirúrjica con que habían sido perpetrados, uno de ellos era Gray, apodado "Secuestrador de Princesas", condenado a muerte. Otro, que había actuado durante una década en todo un condado sembrando el miedo en el corazón de sus habitantes: El Caso Mayfield: Ottis Mallow, apodado El Terrible Mayfield. Le habían llamado así porque preparaba a los niños que secuestraba para que los encontrasen los policías de modo que sonasen discos de Curtis Mayfield durante la operación. También condenado a muerte. Sólo uno de los asesinos en serie que investigaba seguía aún con vida: Ptolomeus Hobbes, declarado enfermo mental hacía unos cuatro años, cuando fue juzgado y transladado al psiquiátrico de Pleasant Bridge.
-Ptolomeus Hobbes, ¿Eh?... Puede ser interesante hacerle una visita - Dijo Humes para sí, antes de coger la camisa, la gabardina y salir por la puerta mientras se iba vistiendo por el camino.
viernes, 23 de julio de 2010
Lienzo.
El final acecha incansable, recostado sobre el frío acero. Las sinuosas curvas que sostienen su peso huyen desde el punto de fuga hasta la luz cegadora del sol, o el misterio de la noche lluviosa. Mira con acritud al abismo que se extiende bajo él, donde se amontonan quince cuerpos que aún no han visto su destino. Tan sólo como se siente un órgano que, habiendo sido creado artificialmente, pertenece a un cuerpo en el que nunca ha estado y que sólo podrá encontrar cuando a éste le sobrevenga el final. Pero ha sido creado para ello y a ello se debe. La espera es eterna, su momento se acerca cuando la cama metálica en la que reposa empieza a temblar levemente.
Se mueve el mundo a través del óculo por el que se vislumbra la realidad: Al otro lado de la calle se encuentra su cuerpo. Desde la oscuridad aún no se ha dado cuenta, pero la dulce caricia de la corredera y el suave golpe del percutor al ser accionado indican que todo está listo. El gatillo chirría levemente durante su paradójico recorrido a la inversa y se produce el sonido ensordecedor que empuja el hierro a través de la lluvia. La precisión es esencial, el chaparrón no restará más que un poco de velocidad y sin embargo ningún músculo humano será capaz de esquivarle. El taimado proyectil recorre la distancia entre su frío lecho y su cálido destino, mira a los ojos de su nuevo hogar antes de provocar el indudable final y, traspasando esa cáscara dura que pretende impedir su catarsis, se aloja entre la materia blanda y caliente que le transporta a su estado original, antes de que lo metieran en el molde y le diesen este último trabajo.
La bala vierte su beso mortal sobre su víctima y derrama la sangre que, como una metáfora, le recuerda al plomo fundido que dejó atrás y, lentamente, cierra los ojos sonriente, contento de haber cumplido su misión.
El final acecha impasible en el fondo del cañón de mi pistola. ¿Dudas? No, esa es su misión.
miércoles, 21 de julio de 2010
The Sagas. Amanda.
Me acerqué al coche donde sonaban aquellos golpes. Me sentía como en una película, de pronto todo se había vuelto sepia, había grano y ruido a mi al rededor y una extraña música que tan sólo yo podía oir comenzaba a sonar de fondo. No aparté la mano de aquella fría pared a medida que avanzaba, como si eso me mantuviese unido a la realidad, y la dura piedra me confiriese sus propiedades, quizá así no saldría mal parado.
Caminé lentamente en la misma dirección durante unos minutos que me parecieron lustros. La gravilla resonaba cada vez que mis deportivas entraban en contacto con el suelo, un "grrrsh" "grrsshh" que parecía que se escuchaba en toda la maldita ciudad. La cabeza me sudaba copiosamente bajo la gorra negra que llevaba puesta al revés. A pesar de que exhalaba vaho al respirar, tenía un calor que se hacía difícil de soportar.
Las alcantarillas humeaban y cada oscuro rincón me parecía amenazante, como si fuera a salir alguien de allí en cualquier momento, listo para callarme porque había visto demasiado. -Lo que has visto demasiado son películas, maldita sea- Pensé.
Llegué al coche abandonado en medio de aquél muelle solitario. El eco de mis pisadas era ensordecedor en medio de tan absoluto silencio, sólo roto por el extraño ruido que emitía el coche. "Pum"... "Pum"... "Pum, Pum"...
Pensé que quizá fuera mi corazón y que mi cerebro, sugestionado por la situación, me había llevado hasta aquella estúpida situación en la que John McClane estaría ya disparando a todo ser viviente que se moviera a su alrededor. Sam Spade estaría pensando algo absolutamente ingenioso (y pesimista, realista hasta niveles estratosféricos) con su magnífica voz en off... Yo no era un rudo héroe de película. ¿Qué haría si me encontrara algo realmente importante en ese coche? No tenía la resolución ni la iniciativa para empezar una investigación por mi cuenta como haría Axel Folley, ni tampoco una musculatura asombrosa que me permitiera salir de todo tipo de situaciones peligrosas como Acción Jackson. Solo era un tipo normal, tirando a escuchimiciado, sin ninguna característica física ni mental extraordinaria, que se estaba metiendo en un berengenal del que posiblemente, no saldría sin la cicatriz del mordisco de un maldito perro guardián.
Me sequé el sudor de la frente y miré hacia atrás, sólo había recorrido veinte metros tras escuchar el ruido y sudaba como si hubiera corrido un maratón.
Mis pies actuaron por sí solos y se acercaron hacia los cristales empañados del coche. Mis manos se movieron como las de un autómata y limpiaron el cristal de rocío y polvo. Miré al cielo, tras el puente de la autopista que cruzaba la parte superior del muelle. La luna era apenas una sombra escondida entre las nubes que, como unos rudos guardaespaldas, mantenían su mirada fija en el mundo, por lo que pudiera pasar.
Miré dentro del coche y vi algo moverse. Dí un salto hacia atrás y me aparté. Maldita sea. Aquello sí que no me lo esperaba, es decir, sí que me lo esperaba, pero no esperaba que mis expectativas fueran tan abrumadoramente acertadas. Abrí la puerta y allí estaba el comienzo de mi trepidante historia de huida y brutalidad. Atada de pies y manos, con una mordaza empapada en sangre seca, una mata de pelo azabache mojado y pegado a su piel y los ojos hinchados por los golpes.
Amanda.
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